Capas y pieles

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Aprender a dormir con la mente resguardada era pedir que un gusano aprendiera a volar. Ni siquiera con los tres siglos de entrenamiento Feyre podía lograr mantener las barreras altas cuando se dormía profundamente. Quizás debió de considerar que Rhysand sería el verdadero peligro de la mañana, no Cassian y su aviso de que la sacaría de la cama para entrenar. La General Crole no era ninguna experta en leer mentes como sí lo era el Señor de la Noche, eso no había evitado las horas intensas de prácticas, visualizando un muro constante alrededor de sus pensamientos y recién entonces se les permitía salir de nuevo del Cuartel.

—Su mente es el mayor templo que tienen —decía la General cuando alguien se quejaba sobre los ejercicios, así fuera por lo bajo—. Ahí está su vida, vidas ajenas si consideramos nuestro honor y juramento como Valquirias. Lo tienen que proteger de la misma forma que protegen su cuerpo, y más. No deben dejar ninguna grieta, ninguna entrada por la que , porque en el momento que bajen la guardia, que se vayan a dormir, que pierdan el sentido porque están pensando con cualquier cosa menos la cabeza, están entregando información crucial.

Podía sentir la marca ardiendo en su brazo al despertar, seguido de la conocida sensación helada chocando contra las paredes. Soltó un gruñido por lo bajo antes de intentar abrir un ojo con gran dificultad. Había cerrado la puerta y ventanas a la vuelta de la cena, trasnochando un poco con la lectura del libro que le había dado Gwyneth. Si bien podía lidiar el ejercicio con la cabeza todavía entre las sábanas, nunca había tenido a alguien como Rhysand cerca. Y quizás estaba demasiado cansada como para no notar la ligera grieta por la que entró un claro:

«¡Vamos, arriba! Se nos va el día.»

Eso bastó para que el sueño se marchara de golpe, levantando los muros alrededor de su mente de inmediato, parpadeando furiosamente para poder enfocar lo que tenía enfrente. Murmuró algo inteligible incluso para ella misma, quizás un "ya me levanto" o "ya te oí", mientras se liberaba de las sábanas. Soltó un bostezo y se quedó un buen rato sentada al borde de la cama, con la cabeza apoyada sobre los codos, intentando despejar la nube de sueño a la fuerza. Tan concentrada estaba en ello que tardó demasiado en reconocer el suave click de la cerradura antes de que la puerta se abriera. Y tardó el triple en recordar que se había ido a dormir sin ponerse al menos un pijama (confiada en que las trabas eran suficientes), y que Rhysand estaba parado en el medio de la puerta.

Ni siquiera registró lo que estaba haciendo, un segundo estaba como idiota viendo cómo él caía en la cuenta de su estado y, al siguiente, su bota se había estampado contra la cara del macho, haciéndolo retroceder un paso. Ya tenía la otra en mano, incluso la estaba lanzando, cuando él pareció salir del estado de sorpresa en el que hubiera estado, cazando la bota al vuelo y cerrando la puerta con un gesto de la mano al tiempo que gritaba una disculpa.

En cuanto la puerta se cerró, no le quedaba ningún rastro de sueño y la realidad se terminó de asentar en su cabeza. «¡Que me hiervan en el Caldero! ¡La grandísima puta que me parió!», chillaba mientras se apresuraba en ponerse ropa, atando los lazos en su espalda como podía, sudando frío al pensar en lo que podría implicar que hubiera hecho tal cosa. Sus dedos estaban sudorosos y el corazón le latía a toda velocidad al mismo tiempo que su estómago se congelaba al repetir sus acciones, como si así pudiera cambiar algo del pasado. Echó una mirada rápida al espejo para asegurarse de que no tenía un aspecto tan indecente como pensaba. Ni bien terminó con aquella rápida inspección, abrió la puerta, empezando a formular la disculpa en el instante que divisó al macho, quién tenía ligeramente colorada la nariz, frente y boca. Tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para reprimir la risa que empezaba a burbujear desde su estómago.

—Mil disculpas por las botas, yo... —Se mordió el labio, respirando hondo mientras mantenía la mirada en los ojos de Rhysand, quien la miraba con una ceja alzada, retándola a que se riera. Respiró hondo, obligándose a ahogar la risa de una vez por todas—. ¿Está, digo, estás bien?

Una Guerra de Rosas y EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora