Cuando advertí que la amenaza se había disipado, opté con precaución regresar a mi hogar, siguiendo el mismo sendero que había recorrido momentos antes. Mis gritos desesperados buscaban atraer la atención de mi padre o mi madre, mientras me cruzaba con otras almas, quienes, en la penumbra, recurrían a las tenues luces de sus dispositivos móviles o linternas para iluminar sus moradas o avanzar por las calles. Entre la multitud, abundaban tanto los que huían apresurados como los que derramaban lágrimas. A pesar de la inquietud que me embargaba, no los hallé.

Al llegar a mi morada, me recibió una sorpresa de dimensiones notables: cálidos abrazos. Habían dispuesto algunas velas para iluminar la estancia y, al contar mi historia, se reveló que habían perdido mi rastro de manera similar. Mi madre, en especial, había derramado un sinfín de lágrimas, creyendo que mi vida se había desvanecido. Mi abuela también se encontraba allí, y al inquirir sobre su paradero durante el gran sonido, me relató una experiencia inexplicable: cuando el estruendo colosal la arrojó al suelo, se encontró, de manera súbita, de vuelta en su hogar.

El resonar de la puerta exterior nos sobresaltó, anunciando la llegada de mi hermano. Durante el asedio de las criaturas, él se había ocultado tras frondosos árboles, conservándose a salvo. Luego, emprendió una carrera desenfrenada hasta alcanzar nuestra casa.

De esta forma, nos encontrábamos todos nuevamente bajo el mismo techo, incluidas mis leales mascotas, que habían salido ilesas de los eventos traumáticos. Lamenté, en silencio, la esperanza de que la situación se resolviera pronto, que la gigantesca nave se retirara, y que la electricidad y las noticias nos trajeran claridad. Quizás mi optimismo fuera desmedido en aquel instante, sin tener certeza, pero no me hallaba preparado para lo que estaba a punto de acontecer. Mi mente, en ese momento, estaba sumida en una bruma que obstruía la percepción de la realidad. Lo que sucedió después, sin embargo, me tomó completamente por sorpresa.

Transcurrió alrededor de una media hora, quizás incluso cuarenta minutos, mientras permanecíamos confinados en la casa. De tanto en tanto, nos reconfortábamos con pequeños sorbos de algo para mantenernos alerta. Salíamos ocasionalmente a la calle para escrutar el cielo, donde aún perduraba la inmensa mancha que se había mantenido constante a lo largo del día. Nuestros ojos exploraban con avidez, en busca de cualquier indicio que revelara la proximidad de aquellos demonios.

La niebla, de manera gradual, se disipó, y algunos postes de luz comenzaban a recobrar su luz, aunque no todos; en mi calle, la oscuridad aún prevalecía. En medio del caos, muchos de mis vecinos continuaban sus conversaciones o se sumían en el llanto desesperado, pues varios habían desaparecido sin dejar rastro alguno.

De súbito, un sonido hipnotizador comenzó a emerger de la imponente nave. Salimos corriendo hacia el exterior y observamos mientras un zumbido de baja frecuencia, luego de unos segundos, nos envolvió y sometió a su influjo hipnótico. Nuestras miradas, incapaces de despegarse de la negrura de la nave, se vieron atrapadas en su poderosa atracción. Nuestro aliento pareció suspenderse durante un instante, o así lo sentimos en ese momento.

De pronto, una inmensa compuerta se abrió con un resplandor anaranjado o rojo, deslumbrante y desconcertante. Desde la compuerta emergió un símbolo monumental, una especie de runa amalgamada, quizás con una cruz. Todos experimentamos un agudo dolor en el pecho, llevando instintivamente nuestras manos a él, sin comprender el tormento que nos asaltaba. De repente, todo se extinguió. Habíamos estado observando aquella inscripción durante unos tres minutos, pero su impacto había generado en nosotros sufrimiento, dolor y una profunda incertidumbre que nos calcinó internamente.

Incontables luces diminutas surgieron de la nave, alzándose en todas las direcciones. Eran los demonios, emergiendo nuevamente en escena. Sin embargo, esta vez eran numerosos y se percibían con mayor nitidez gracias a la disminución de la niebla. El sonido atronador de sus patas al aterrizar llenó el aire, y finalmente pudimos recuperar nuestra movilidad. Nos refugiamos apresuradamente en la casa, con la esperanza de que la desgracia no nos acechara.

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