Somos semillas (parte tres)

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Los abrazos son las puertas del alma; es difícil que esto no suceda cuando se está tan cerca. Ahora no sólo estábamos cerca, sino que también estábamos juntos y compartiendo la misma luna. En esa misma acera, donde me forzaba a entender que debía de permanecer en un lugar que probablemente no era el mío, mi conciencia me traicionó y simplemente hablé: -Nos tenemos que ir-. Mi voz temblaba, aún no entendía muy bien lo que era la tristeza de perder a un amigo, pero lo más seguro es que no lo entendería si fuera yo la siguiente persona que muriera; necesitaba irme lejos, o tal vez cerca, donde por fin la vida fuera más amena, y la ciudad no continuara siendo la selva de cemento que menciona una de mis salsas favoritas. Tal vez, sólo en medio de lámparas amarillas que titilaban como pobres luciérnagas me di cuenta de que ese campo que tanto mencionaba podría ser la razón de vivir que creía perdida cuando estaba al frente de mis ojos.

No fue fácil que de un día para otro que decidiera tomar mis cosas e irme, pero el tiempo sólo se convirtió en un reloj viejo en la pared y en la huerta que crecía lentamente en la terraza de Valentina. Estaba muriendo entre muros de concreto esperando que creciera mi esperanza en unos hijitos de cilantro, romero y tomate. Estas crecieron, y mis decisiones también; estaba todo en su lugar para irme, no aguantaría más silencios alimentados por lluvias nocturnas.

Luego de varios días de levantarme con la ansiedad que dejan los trasnochos y los ojos lo suficientemente hinchados como para no querer mirarme al espejo sentí que podía irme, nadie preguntaría por mi ni por mis cosas; la huerta ya había crecido lo suficiente como para cumplir su labor en el barrio y había estado enseñándole a Valentina como cuidarlo sin que yo la acompañase, además de que sólo quedaba ella, ya había perdido a aquellas personas que creía que nunca me faltarían pero ahora recordar sus nombres era pensar en ausencias.

Las partidas siempre son dolorosas, y más aquellas que te hacen perderte de tu propio rumbo, pero supongo que tantas pérdidas en los últimos años me hicieron inmune; Era como sentir la corriente del río haciendo su simple trabajo. Así tal vez, no pensaría en que existía la muerte como enemiga, sino como una compañera de vida a la cual nunca le prestaría mis pinturas ni mis cosas porque no me las devolvería. No tenía mucho que llevarme, sólo mi poca ropa con mis cosas personales, que no pasaban de ser una cadena, unas latas, un par de aretas, y algunas cartas escritas a mi madre. Tal vez en mi no cabían emociones tan grandes, pero sí en un bolso viejo que era lo único que tenía.

Valentina lloró y ese día no hubo música ni sol, sólo nubes que entendían mi duelo y la necesidad de irme sin decirle a nadie; ella a través de sus lágrimas guardaba el silencio que necesitaba para que nadie me persiguiese y al igual que mis amigos la tibieza de mi cuerpo no  quedara sólo en una sombra. También me dio un abrazo, el mismo que nos dimos esa noche, y sin mirar atrás, tal vez al cielo por si iba a llover, partí de Robledo para reconstruirme como una hoja en blanco.

Viajé por horas, comencé a ver montañas bonitas y nubes felices que me daban la bienvenida a una tierra donde los cultivos al ritmo del viento te saludan por las vías, la calidez que había en el aire pareciera que contuviera cientos de nombres iguales a los tuyos. Era imposible no quedarse mirando todo el verde que cobijaba mi mirada a través de la ventana de un bus que se sostenía a pesar de las piedras que se le atravesaban por el camino, era bastante ágil y me hacía a su vez dar un poco de miedo sobre si el camino era el correcto para comenzar de nuevo a vivir. Volaron pájaros, al igual que vi a la entrada de un pueblo algunos cafetales afirmándome que estaba llegando al lugar correcto donde los edificios no se comerían lentamente el azul del cielo que tanto nos gustaba.

Mi pie al bajar del bus se sintió incómodo porque antes no había estado en este lugar tan desconocido donde la gente sonreía a través de los ojos y abrazaba a través de las sonrisas. Las casas eran de portones y ventanas grandes y felices, eran totalmente maravilloso lo que veía.

Caminé mucho, no tenía nada que me lo impidiera, tenía energía y una espalda que cargaba con pocas cosas, además de unas ansias enormes por llegar a mi destino. Siempre he adorado enfrentar los miedos que se me presentan, y sabía que el susto que me recorría el cuerpo por no saber exactamente mi paradero sería la razón para seguir de pie.

Caminé más allá de tabaquito y medio como lo dirían mis abuelos, lo suficiente como para que el ruido del pueblo no fuera a encontrarme y pudiera descansar de aquellos cúmulos de gente a los que acostumbraba la ciudad. Para mi suerte encontré la casa, la casa donde ahora me quedaría por el simple hecho de que parecía abandonada y sería un buen lugar donde empezar.

Estaba perfectamente ubicada en una montaña pequeña donde podría divisar otras montañas más grandes y quizás unas cordilleras. Me acerqué sin miedo, con mucho sigilo porque así estuviera habitada, había algo que me llamaba. Nació en mí un deseo de pintar tu nombre en esas paredes sucias de bahareque a las que podría devolverles la vida con lo que quedó de ti. No pasó mucho para que soltara mi bolso vacío, sacara la última lata que me quedaba y comenzara a hacer trazos tan lentos como para que algunos mosquitos se quedaran en mi mano sin sentir ánimos de volar. Hice flores raras, jamás perfectas porque esas no eran las tuyas y terminé haciendo un mural por el que nunca recibiría lo que valía. No me podría llevar esas paredes, pero si vivir en ellas.

Salió una señora muy amable de la casa, me dio un guandolo y me preguntó como me había ido en el viaje, así ella supiera que tú no volverías conmigo.

Grafiti de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora