Y he querido titularte suerte sin querer:
Prende,
oxida la llamada,
carameliza su respiración,
una pútrida congestión rasura su protección hasta su llanto más gélido.
Suena,
cual murmullo en crecento,
acentúa su figura en la fábula de quién ya no cura...
¡No cura, no sana!
Ni asegura su beneplácito dolor.
¡No sana, no cura!
Ni conoce su nombre ni su valor.
Su manos resbalan entre los cables que forman su inexistente prisión.
Hoja tras hoja,
sombra tras sombra,
sigue haciendo el camino que le lleva a su lecho.
¿Su?
Amnésica estancia,
punto de partida de descompresión e irrelevancia oprimida por la propia mente
cuya vaga redundancia la guía hacia su perdición.