1. Callejón y pestañas

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Satoru Gojo era un artista.

A los cuatro años había comenzado a dibujar. Recuerda muy bien los días en los que se despertaba con insistentes ganas de dibujar y pintar. Al cumplir los ocho aquella sensación escalo aun mas, ahora a un plano físico, sentía como sus manos ardían y su mente revoloteaba por todas partes, sin control. No paraba. No paraba. Era como si algo dentro de el hablara sin cesar.

Aquí. Escucha. Ven. Ven. Aquí. Ven. Escucha. Ven.

Al cumplir los dieciséis años de edad había alcanzado reconocimiento local, ganando concursos de su escuela y otros de los distritos aledaños a esta. Sus amigos lo admiraban, las chicas  suspiraban, sus padres se enorgullecían. Lo tenia todo, todo para ser el artista mas grande y reconocido de Japón. Las tiendas de materiales le enviaban repuestos, las revistas de arte estaban interesados en el y su carrera, muchos representantes se presentaron en la puerta de su casa. Al salir de la preparatoria se había rehusado a ir a la universidad, puesto que el dinero que había ahorrado vendiendo sus obras a temprana edad le era suficiente para cubrir los gastos de un apartamento dúplex a las afueras de la ciudad.

Sin embargo, su relación con el arte se deterioro paulatinamente. No fue hasta que cumplió los dieciocho años que se percato del enorme vacío que sentía cada vez que se sentaban frente al lienzo. El asiento era incómodo, sus manos ya no estaban inquietas y su mente ya no divagaba como antes. Estaba mucho más ocupado en descifrar aquello que le carcomía la cabeza por las noches, esa desconocida necesidad de encuentro, de cercanía. Durante varias semanas se desvelo intentando plasmar aquel sentimiento, pero erraba, erraba una y otra vez. Lo hizo durante tres años seguidos, incapaz de terminar una sola obra a su nombre.

Pronto las galerías dejaron de llamar, los representantes no respondieron mas y sus padres ya no lo llamaban. ¿Era eso acaso lo que se reconocía como la decadencia del prodigio? Bien había oído que quienes desde pequeño mostraban grandes capacidades, de grandes no tenían mas que las glorias pasadas, ya no importaban mas. Tal como un juguete de moda años después bajo la cama a de algún adolescente.

Lo tenia todo y aun así sentía no tener nada.

El lienzo comenzó a iluminarse y el chico sentado frente al atril se sorprendió. Pensó en que aquello era una señal divina, algo similar a la iluminación de Dios. Horrible fue su despertar en cuanto se percato de que la cortina se había corrido debido a la brisa matutina. Ya era de día.

Durante tres noches seguidas había intentado adelantar lo que, suponía, era el trabajo mas importante de su carrera hasta el momento. El lienzo se mostraba medianamente vacío, con rayones grises y rojos, azules y violetas, sin que se distinguiera una figura especifica. Estaba acabado. Se levantó rápidamente y al instante se arrepintió debido al mareo que lo invadió. Con cuidado llevo los pinceles hasta el lavaplatos para dejarlos remojando. Fue el sonido de llamada lo que lo sacó de la ensoñación.

— ¿Está listo el avance? 

— Buenos días para ti también. 

— Sabes que esto es importante. 

— Sabes que ni siquiera sé la temática. 

— Me tienes que estar jodiendo, Gojo. 

— Claro, eso es lo que hago —se aproximo hasta la alacena para buscar el tarro de café— es más, si quieres vienes y lo hago enserio.

— Eres imbécil. 

— Se me acabo el café —lanzo el tarro al bote de basura en cuanto se percato de que estaba vacío, apoyándose contra la encimera para mentalizar las cosas que tenia que hacer durante el día— ¿Me harías un favor?

Lluvia de dagas | SatoSuguDonde viven las historias. Descúbrelo ahora