Capítulo 1: La llegada

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La llegada

Sor María llegó al convento de Santa Clara una tarde lluviosa de octubre. Era una joven novicia que había sido enviada desde su pueblo natal para completar su formación religiosa. Tenía el pelo rubio recogido en un moño, los ojos azules y una expresión inocente. Llevaba una maleta con sus escasas pertenencias y un rosario colgado del cuello.

El convento era un edificio antiguo y sombrío, rodeado de un alto muro de piedra. Sor María sintió un escalofrío al cruzar la puerta principal, custodiada por dos enormes estatuas de ángeles con las alas desplegadas. Una monja de hábito negro la recibió con una sonrisa forzada.

Bienvenida, hija. Soy la madre superiora, Sor Teresa. Te estaba esperando -dijo la monja, cogiendo la maleta de Sor María-. Ven, te mostraré tu celda.

Sor María siguió a la madre superiora por los pasillos del convento, iluminados por velas que proyectaban sombras inquietantes en las paredes. Pasaron por varias puertas cerradas, tras las cuales se escuchaban murmullos de oraciones y cánticos. Sor María se preguntó cómo serían sus nuevas compañeras y si haría alguna amiga.

Aquí es -dijo la madre superiora, deteniéndose frente a una puerta de madera-. Esta será tu celda mientras estés aquí. Espero que te sientas cómoda y que cumplas con las normas del convento.

La madre superiora abrió la puerta y empujó a Sor María al interior. La celda era pequeña y austera, con una cama, una mesa, una silla y una cruz en la pared. Había una ventana con rejas que daba al patio interior, donde se veía un pozo y un jardín descuidado.

Aquí tienes tu hábito -dijo la madre superiora, dejando la maleta en el suelo y sacando una túnica blanca-. Te lo pondrás mañana por la mañana, después de la misa. Ahora descansa, que mañana será un día largo.

La madre superiora salió de la celda y cerró la puerta con llave. Sor María se quedó sola en la oscuridad, sintiendo una opresión en el pecho. Se acercó a la ventana y miró al exterior, buscando algún signo de vida. Pero lo único que vio fue una figura encapuchada que se movía entre las sombras del jardín, arrastrando algo pesado por el suelo.

Sor María se sobresaltó y se alejó de la ventana, sintiendo un escalofrío. ¿Qué era eso? ¿Quién era esa persona? ¿Qué hacía en el jardín a esas horas? Se acostó en la cama y se tapó con la sábana, tratando de olvidar lo que había visto. Pero no pudo dormir. Una voz susurrante le hablaba al oído, diciéndole palabras que no entendía.

Ven conmigo... Ven conmigo... Ven conmigo...

Sor María se tapó los oídos con las manos, pero la voz no cesaba. Era como si viniera de dentro de su cabeza. Se levantó de la cama y se arrodilló frente a la cruz, rezando el Padre Nuestro con fervor.

Padre nuestro que estás en los cielos... Padre nuestro que estás en los cielos... Padre nuestro que estás en los cielos...

Pero la voz seguía hablándole, cada vez más fuerte y más clara.

Ven conmigo... Ven conmigo... Ven conmigo...

Sor María sintió que algo le agarraba el brazo y le tiraba hacia atrás. Se giró y vio unos ojos rojos que la miraban fijamente desde la oscuridad.

¡Aaaah! -gritó Sor María, despertando sobresaltada.

Se dio cuenta de que había tenido una pesadilla. Estaba en su celda, en su cama, y era de día. El sol entraba por la ventana, iluminando la habitación. Se llevó la mano al corazón, que latía con fuerza. Se levantó y se vistió con el hábito blanco, tratando de calmarse. Se dijo que todo había sido un mal sueño, provocado por el cansancio y el cambio de ambiente. Se dijo que nada malo le iba a pasar en el convento, que era un lugar sagrado y protegido por Dios.

Pero no pudo evitar sentir un miedo que le helaba la sangre.

Continuará...

La posesión de la monjaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora