Capítulo 4: El exorcismo

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El exorcismo

El padre Francisco se quedó horrorizado al oír la respuesta de Sor María. No podía creer lo que estaba escuchando. ¿Una legión de demonios dentro de una novicia? ¿Cómo era posible? ¿Qué había hecho esa pobre chica para merecer tal castigo?

El padre Francisco era un sacerdote experimentado y piadoso, que llevaba muchos años sirviendo a Dios y a la Iglesia. Había sido el capellán del convento de Santa Clara durante más de una década, y conocía bien a las monjas que vivían allí. Sabía que eran mujeres santas y virtuosas, que se dedicaban a la oración y al trabajo con fervor y alegría. Nunca había tenido ningún problema con ellas, ni había visto nada extraño o sospechoso en su comportamiento.

Pero ahora se enfrentaba a una situación que escapaba a su comprensión y a su control. Se enfrentaba a un caso de posesión diabólica, el más grave y peligroso que existía. Se enfrentaba a un enemigo invisible y poderoso, que podía hacerle daño a él y a la chica.

El padre Francisco sabía que no podía quedarse de brazos cruzados. Sabía que tenía que actuar con rapidez y eficacia. Sabía que tenía que expulsar al demonio del cuerpo de Sor María, antes de que fuera demasiado tarde.

Hija, escúchame -dijo el padre Francisco, con firmeza-. Tú no eres el demonio. Tú eres una hija de Dios, creada a su imagen y semejanza. Tú eres una monja, consagrada a su servicio y a su amor. Tú eres Sor María, y yo te conozco.

¡No! -gritó Sor María, con la voz del demonio-. ¡No me conoces! ¡No sabes nada de mí! ¡Yo no soy Sor María! ¡Yo soy Belcebú!

No digas eso, hija -dijo el padre Francisco, con tristeza-. No blasfemes contra Dios ni contra ti misma. No te dejes engañar por el demonio. Él es el padre de la mentira, el príncipe de las tinieblas, el enemigo de tu alma.

¡Ja, ja, ja! -rió Sor María, con burla-. ¡Qué palabras tan bonitas! ¡Qué discursos tan vacíos! ¡Qué ilusión tan ridícula! ¿De verdad crees que puedes salvarla? ¿De verdad crees que puedes vencerme?

Sí, lo creo -dijo el padre Francisco, con convicción-. Porque no estoy solo. Porque tengo la fuerza de Dios y la ayuda de los santos. Porque tengo la autoridad de la Iglesia y el poder de Cristo.

¿Ah, sí? -dijo Sor María, con desafío-. ¿Y qué vas a hacer? ¿Vas a rezar? ¿Vas a bendecir? ¿Vas a exorcizar?

Sí, voy a hacer todo eso -dijo el padre Francisco, con determinación-. Voy a hacer lo que sea necesario para liberarte del mal y devolverte la paz.

Pues adelante -dijo Sor María, con provocación-. Inténtalo. Verás cómo fracasas. Verás cómo sufres. Verás cómo mueres.

El padre Francisco no se dejó intimidar por las amenazas del demonio. Se armó de valor y de fe, y se dispuso a realizar el exorcismo. Sacó de su bolsillo un crucifijo, un rosario y un frasco de agua bendita. Se persignó y comenzó a rezar.

En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo -dijo el padre Francisco, haciendo la señal de la cruz.

¡Aaaah! -gritó Sor María, retorciéndose de dolor-. ¡Eso me quema! ¡Eso me duele!

En el nombre de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador -dijo el padre Francisco, mostrando el crucifijo.

¡Aaaah! -gritó Sor María, cubriéndose los ojos-. ¡Eso me ciega! ¡Eso me asusta!

En el nombre de la Santísima Virgen María, nuestra Madre y Reina -dijo el padre Francisco, sosteniendo el rosario.

¡Aaaah! -gritó Sor María, escupiendo veneno-. ¡Eso me repugna! ¡Eso me ofende!

En el nombre de San Miguel Arcángel, nuestro protector y defensor -dijo el padre Francisco, rociando agua bendita.

¡Aaaah! -gritó Sor María, sacudiéndose como una serpiente-. ¡Eso me moja! ¡Eso me ahoga!

El padre Francisco continuó rezando y bendiciendo, invocando a Dios y a los santos, ordenando al demonio que saliera del cuerpo de Sor María. El demonio se resistía y se rebelaba, insultando y maldiciendo, amenazando y agrediendo. Pero el padre Francisco no se rendía ni se asustaba. Mantenía la calma y la confianza, sabiendo que estaba haciendo lo correcto.

La lucha duró varios minutos, que parecieron horas. El confesionario se convirtió en un campo de batalla, donde se enfrentaban el bien y el mal, la luz y la oscuridad, la vida y la muerte. Los gritos y los golpes se oían por todo el convento, alertando a las monjas que estaban en sus celdas o en sus tareas. Algunas salieron a ver qué pasaba, otras se quedaron rezando por la salvación de Sor María.

Finalmente, el padre Francisco logró imponerse al demonio. Con una última oración y una última bendición, consiguió expulsarlo del cuerpo de Sor María. El demonio salió con un rugido terrible, que hizo temblar las paredes del confesionario. Luego se oyó un silencio sepulcral.

El padre Francisco abrió la puerta de la cabina y salió al exterior. Estaba sudoroso y cansado, pero también aliviado y feliz. Había conseguido su objetivo. Había liberado a Sor María del mal.

Sor María estaba tirada en el suelo de la cabina, inconsciente y pálida. El padre Francisco se acercó a ella y le tomó el pulso. Estaba viva, pero débil. Necesitaba atención médica y espiritual.

El padre Francisco cogió a Sor María en brazos y la sacó del confesionario. La llevó a la enfermería, donde la atendió la hermana encargada. Le dio unas medicinas para que se recuperara y le puso una manta para que no tuviera frío.

La madre superiora estaba esperando fuera de la enfermería, junto con algunas monjas curiosas o preocupadas. El padre Francisco les contó lo que había pasado y les pidió que rezaran por Sor María.

Ha sido un caso de posesión diabólica -dijo el padre Francisco, con seriedad-. Una de las más graves que he visto en mi vida.

¿Y cómo ha ocurrido eso? -preguntó la madre superiora, con incredulidad-. ¿Qué ha hecho esa chica para atraer al demonio?

No lo sé -dijo el padre Francisco, con honestidad-. Tal vez haya tenido algún pecado oculto o alguna debilidad espiritual. Tal vez haya sido víctima de algún maleficio o alguna maldición. Tal vez haya sido elegida al azar por el demonio, sin ninguna razón aparente.

Sea como sea -dijo la madre superiora, con tristeza-. Espero que se recupere pronto y que vuelva a ser la misma de antes.

Yo también lo espero -dijo el padre Francisco, con esperanza-. Pero no podemos bajar la guardia. El demonio es astuto y persistente. Puede volver a atacar en cualquier momento. Debemos estar vigilantes y preparados.

¿Qué podemos hacer? -preguntó la madre superiora, con preocupación.

Podemos hacer lo que siempre hacemos -dijo el padre Francisco, con firmeza-. Podemos rezar, trabajar y amar. Podemos confiar en Dios y en su misericordia. Podemos seguir su voluntad y su camino.

Así sea -dijo la madre superiora, con fe.

El padre Francisco y la madre superiora se persignaron y se despidieron. El padre Francisco volvió a la capilla para dar gracias a Dios por el milagro que había obrado.

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⏰ Última actualización: Oct 02, 2023 ⏰

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