En La Piel Del Lobo.

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Una sola parte

No. La historia no es como te la contaron. 

Yo no engañé a Caperucita roja para luego comérmela, no. Fue ella con su inocencia fingida la que me envolvió en su capa seductora y me hizo probar de su miel, de la dulce miel que procedía de su torta. La misma que me condenó a ser el malo de su cuento. 

Hasta hoy. 

No fue casualidad que su abuela enfermara, tampoco que ella viniera al bosque a traerle torta y miel. Estoy seguro de que incluso, hasta eso, ella lo planeó. 

No era la primera vez que la veía, de eso ya había pasado algún tiempo. Era apenas una niña cuando recogía flores y bayas en una vieja canasta mientras yo la acechaba en la oscuridad, pero desde entonces, algo dentro de nosotros se había unido. Su alma ya compartía la irrompible conexión con la mía. 

Esa vez, esa maldita vez. Y después de mucho tiempo la volví a ver. 

El viento oscilaba su capa al compás de la canción que tarareaba, la misma que nunca podré olvidar; mientras yo me acercaba a ella con sigilo bajo mi conducta natural. 

No fui yo quien le habló primero, ni mucho menos el que hizo la estúpida promesa que más tarde rompería. Fue ella con sus mejillas teñidas de carmesí y su pureza fingida la que se acercó a mí. 

—Si sigues acechándome, no podré llegar a tiempo a la cabaña donde mi abuela me espera—, habló hacia los árboles, ya que me encontraba escondido entre los arbustos y era imposible que pudiera verme. Noté que su voz ya no era tan infantil. —No tengas miedo, he estado con lobos, e incluso más feroces qué tú. 

¿Por qué en ese momento no pude comprender sus palabras? ¿Por qué la atracción hacia ella me cegaba cada vez más? 

Despacio anduve alrededor, mis ojos oscuros desde los pequeños árboles y mis patas cada vez más cerca a ella, aunque quise enterrar mis garras en la tierra, anclarme ahí y no salir de mi escondite, algo hubo, algo noté que hizo salir mi más inhumano instinto. 

Su cara había cambiado, e incluso su cuerpo y la ropa que llevaba debajo de la caperuza no eran de una niña. 

¿Cuánto tiempo había pasado desde la primera vez que la vi? 

—Mírame, soy yo —dejó caer su capa mostrando su letal belleza—. Caperucita roja, la misma niña que conociste tiempo atrás y que ahora se ha convertido en una mujer—, su rostro mostró el esbozo de una sonrisa que penetró en mi frío corazón. 

Podría tener algunos diecinueve años, los mismos que tendría yo siendo humano. 

—No deberías seguir este camino, sabes el peligro que represento para ti —gruñí con todos mis dientes. El control que anteriormente tuve, estando frente a ella, ahora no lo podía controlar, era imposible. 

—¿No sabes que siempre vengo al bosque por ti? —se acercó a mí y acarició mi pelaje. 

—¿Qué quieres de mí, caperuza? —luché para no abalanzarme encima de ella y comérmela por partes que sabría que disfrutaría. 

—Qué llegues a la casa de mi abuelita y cuando estés ahí, asegúrate de que la cama esté desocupada, así te daré de probar de mi torta y su exquisita miel. 

Volvió a cubrir su rostro con la colorada caperuza y partió por el camino más largo sin dejar de tararear la canción. Mi instinto más animal reaccionó, corrí sin mirar atrás hacia el lugar mencionado, mis patas levantaban tierra y hojarascas del impulso que ejercía por la velocidad en la que iba.

Mi único objetivo era llegar antes que ella y cumplir con su pedido, corría llevándome todo a mi paso al tiempo que aullaba de deseo. Mi apetito voraz se había multiplicado y mi lado más salvaje se había despertado de una manera que nunca antes había experimentado. Ella, caperuza, lo había despertado. 

Llegué hasta la cabaña donde no dudé en despedazar a la desahuciada anciana, la encontré ahí, postrada en su cama. La engullí de un solo bocado, pero no calmó mi hambre. Mi apetito solamente podía ser saciado por ella, por Caperucita roja, la cual no tardó mucho en llegar. 

Apenas pude vislumbrar su figura atravesando la puerta, mi instinto primitivo no se hizo esperar y corrió hacia ella. Despojé su cuerpo de la pesada capa y arranqué su vestimenta con mis garras afiladas. Gimoteó, sin embargo, puso una mano en mi peludo pecho para detenerme. 

—¿Por qué tienes esas orejas tan grandes? —preguntó. 

—Son para escucharte gemir mejor. 

—¿Y esos ojos tan grandes? 

—Para ver tu sensual figura. 

—¿Y esa boca tan grande? 

—Para probar cada parte de tu cuerpo mejor. 

—¿Y ese…? 

Su pregunta quedó en el aire cuando pasé mi lengua por su cuello y luego por sus labios, la cargué en mis brazos y la llevé hasta la cama. Allí me dio de la miel más dulce y exquisita que mi paladar pudo probar, lamí cada parte de ella hasta fundirme en miles de sensaciones nunca antes vistas por mí, gruñí bajo su hechizo hasta saciarme por completo. 

Me había llevado a un mundo que no conocía y que desde ahora no estaba dispuesto a dejarlo jamás. No obstante, todo ese mundo se vino abajo cuando desperté por el estruendoso ruido de la puerta cayendo. Era ella, la mujer que me había llevado al paraíso. Esa misma que ahora me señalaba con lágrimas en sus ojos y fingido temor. 

—¡Es él! —gritaba con espanto al leñador que la acompañaba. —¡Mátalo! —la miré confundido.

La escopeta del barbado hombre disparó contra mi pecho y solo hasta ese entonces distinguí mi torso humano, la sangre roja y espesa se escapaba de mis dedos al tiempo que asimilaba que me había convertido en un hombre. 

El día que tu alma se alinee con tus instintos, ese día tu cuerpo tomará tu verdadera forma, pero también conocerás la traición. Me desvanecí rememorando las palabras de aquella pitonisa. 

***

Hola mis queridos lectores. Una vez más, gracias por estar aquí y leerme.

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