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por su parte y no le lleve a rechazar la rama de olivo que le ofrezco. No puedo sino estar preocupado por perjudicar a sus agradables hijas, y suplico que se me disculpe por ello, también quiero dar fe de mi buena disposición para hacer todas las enmiendas posibles de ahora en adelante. Si no se opone a recibirme en su casa, espero tener la satisfacción de visitarle a usted y a su familia, el lunes 18 de noviembre a las cuatro, y puede que abuse de su hospitalidad hasta el sábado siguiente, cosa que puedo hacer sin ningún inconveniente, puesto que lady Catherine de Bourgh no pondrá objeción y ni siquiera desaprobaría que estuviese ausente fortuitamente el domingo,siempre que hubiese algún otro sacerdote dispuesto para cumplir con las obligaciones de ese día. Le envío afectuosos saludos para su esposa e hijas, su amigo que le desea todo bien, William Collins.»

–Por lo tanto, a las cuatro es posible que aparezca este caballero conciliador –dijo el señor Bennet mientras doblaba la carta–. Parece ser un joven educado y atento; no dudo de que su amistad nos será valiosa, especialmente si lady Catherine es tan indulgente como para dejarlo venir a visitarnos.

–Ya ves, parece que tiene sentido eso que dice sobre nuestras hijas. Si está dispuesto a enmendarse, no seré yo la que lo desanime.

–Aunque es difícil –observó Jane– adivinar qué entiende él por esa reparación que cree que nos merecemos, debemos dar crédito a sus deseos.

A Elizabeth le impresionó mucho aquella extraordinaria deferencia hacia lady Catherine y aquella sana intención de bautizar, casar y enterrar a sus feligreses siempre que fuese preciso.

–Debe ser un poco raro –dijo–. No puedo imaginármelo. Su estilo es algo pomposo. ¿Y qué querrá decir con eso de disculparse por ser el heredero de Longbourn? Supongo que no trataría de evitarlo, si pudiese. Papá, ¿será un hombre astuto?

–No, querida, no lo creo. Tengo grandes esperanzas de que sea lo contrario. Hay en su carta una mezcla de servilismo y presunción que lo afirma. Estoy impaciente por verle.

–En cuanto a la redacción –dijo Mary–, su carta no parece tener defectos. Eso de la rama de olivo no es muy original, pero, así y todo, se expresa bien.

A Catherine y a Lydia, ni la carta ni su autor les interesaban lo más mínimo. Era prácticamente imposible que su primo se presentase con casaca escarlata, y hacía ya unas cuantas semanas que no sentían agrado por ningún hombre vestido de otro color. En lo que a la madre respecta, la carta del señor Collins había extinguido su rencor, y estaba preparada para recibirle con tal moderación que dejaría perplejos a su marido y a sus hijas.

El señor Collins llegó puntualmente a la hora anunciada y fue acogido con gran cortesía por toda la familia. El señor Bennet habló poco, pero las señoras estaban muy dispuestas a hablar, y el señor Collins no parecía necesitar que le animasen ni ser aficionado al silencio. Era un hombre de veinticinco años de edad, alto, de mirada profunda, con un aire grave y estático y modales ceremoniosos. A poco de haberse sentado, felicitó a la señora Bennet por tener unas hijas tan hermosas; dijo que había oído hablar mucho de su belleza, pero que la fama se había quedado corta en comparación con la realidad; y añadió que no dudaba que a todas las vería casadas a su debido tiempo.

La galantería no fue muy del agrado de todas las oyentes; pero la señora Bennet, que no se andaba con cumplidos, contestó en seguida:

–Es usted muy amable y deseo de todo corazón que sea como usted dice, pues de otro modo quedarían las pobres bastante desamparadas, en vista de la extraña manera en que están dispuestas las cosas.

–¿Alude usted, quizá, a la herencia de esta propiedad?

–¡Ah! En efecto, señor. No me negará usted que es una cosa muy penosa para mis hijas. No le culpo; ya sabe que en este mundo estas cosas son sólo cuestión de suerte. Nadie tiene noción de qué va a pasar con las propiedades una vez que tienen que ser heredadas.

Orgullo y Prejuicio ( Historia Original)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora