Cuentos póstumos

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Celebro el Día de los Muertos desde hace cinco años, desde el año en que mi madre nos dejó. Lo hago con alegría. De pequeña no podía entender por qué se usaba la palabra celebrar para ese día, cuando ésta estaba tan ligada al concepto de júbilo. A mi entender, celebrar que un muerto ya no estaba era como alegrarse de su pérdida y no, de ninguna manera yo me podía alegrar de que mis abuelos y mi padre ya no estuvieran conmigo. Pero ahora faltaba la persona más importante de mi vida y es por ella por quien me encuentro en este lugar, como manda  la tradición, sacando lustre a la placa con su nombre y renovando el homenaje floral a modo de crisantemo.

Mi madre murió en otoño. Sus últimas palabras escaparon de su boca como una exhalación, como un hilo de voz que apenas logra tejer una amalgama de sonidos inteligibles.

–Nunca dejaré de quererte –me dijo por última vez.

Casi pude escuchar el instante exacto en que su cuerpo dejó de vivir, ese último clic que anuncia el final. Tras él llegó el frío, un frío inmundo. Miré alrededor lentamente y desconcertada, como despertando de un sueño confuso. Nuestra pequeña familia se había reducido a la mitad en un segundo. Ya no estaba mamá conmigo, y aunque no tenía un hombro sobre el que llorar, aunque nadie me pudiera dar su consuelo ahí, en la habitación del hospital que tantas horas me había consumido, en ese preciso momento, que quedaría congelado para siempre, me quedé en paz.

En mi cabeza todo eran recuerdos. Las imágenes se sucedían rápidamente como fotogramas de una película que van rodando cíclicamente, sin orden fijo, como flashes de luz que avanzan en automático: ahora niñez, después adolescencia, mamá abrazándome, cepillándome el pelo, cocinando un pastel, nuestro viaje a México... Todos los recuerdos se agolpaban queriendo salir al mismo tiempo, atropellándose unos a otros, queriendo salir con prisa asegurándose de no ser olvidados. Y cómo olvidarlos. Me encontraba exhausta, hundida y arrastrada al fondo del sillón donde me hallaba sentada, sin fuerzas para mover un músculo. Como pude, alargué el brazo hasta alcanzar el bolso que estaba encima de la repisa de la ventana, a escasos centímetros de mí. Con nerviosismo introduje mi mano dentro y supe que llegó el momento de llevar a cabo lo que hacía días tenía la certeza iba a ocurrir pronto: abrir el ansiado regalo que me entregó mamá pocos meses atrás, antes del empeoramiento de su enfermedad, cuando aún tenía fuerza suficiente para levantar cierto peso. Se trataba de un libro escrito por ella al que tituló "Cuentos póstumos".

–No lo abras hasta que ya no esté, por favor. Esta es mi herencia. Mi regalo. Me gusta creer que con él siempre estaré contigo, y tú conmigo. Me podrás preguntar, que yo te responderé, aunque ya no esté.  Y sabrás más de mí, me conocerás mejor –me confesó en ese momento.

Aunque viva mil años nunca existirá para mí un momento de mayor intensidad que ese. Esa explosión de amor, irrepetible, se erigió sin duda como el instante más importante de mi vida. Fue una fusión de dos almas que se querían con locura. No hizo falta decir más, sobraban las palabras, y yo me limité a callar. Nos abrazamos largamente y comprendí que se acercaba el fin pero que, conociéndola, ese regalo del que me hablaba sería capaz de hacerme llevar su ausencia con mucha más facilidad y menos dolor, pues ella se esforzaba enormemente por evitar que la recordara con nostalgia. Esa fue su terapia, prepararme el terreno para ahorrarme angustia y padecimiento.

Y allí me encontraba, al pie de su tumba, sentada cómodamente con la ayuda de un enorme almohadón que ella misma había confeccionado años atrás, con su regalo apretado contra mi pecho.

–Bueno, mamá. Hoy vamos a hablar de México –le comenté no sin antes contarle lo que había tardado en llegar hasta allí debido al tráfico y lo bien que lo pasé la noche anterior en una cena entre amigos.

Comencé leyendo el título de unos de los cuentos que me escribió.

–Yucatán –carraspeé antes de comenzar a leer el cuento.

Mis padres fueron parte de una expedición republicana que se exilió en México en 1939. Formaron parte de la mayoría obrera, no intelectual, acogida por el presidente  Lázaro Cárdenas del Río. Pronto encontraron colocación como costurera, en el caso de mi madre, la abuela María, y como soldador en una fábrica, en el caso del abuelo Eduardo. Al poco tiempo nací yo, en el Estado de Yucatán...

Al finalizar la lectura, que realicé pausadamente y sin detención, regocijándome con cada palabra y mirando la lápida de vez en cuando, cerré el libro y le revelé lo orgullosa que me sentía de ella.

­­ –Mamá, es cierto que nunca hablamos de este episodio que narras en este cuento y tengo que decir que fue una verdadera sorpresa para mí cuando lo leí por primera vez. Pero ahora entiendo tu postura cada vez que salía el tema. Lo abordabas sin atajarlo, frontalmente. Y aunque siempre supe que me apoyarías en caso de necesitarlo, nunca imaginé que lo hubieras vivido en carne propia y sin la ayuda de nadie. Hiciste lo correcto –no pude contener las lágrimas.

Fue así la manera en que supe que mi madre abortó a escondidas cuando apenas tenía dieciséis años, diez años antes de enamorarse de mi padre y de tenerme a mí. Se trató de un desliz fruto del fervor adolescente que no tuvo duda en resolver ella sola.

Aguanté un momento en silencio, ahí sentada. Poco después  me levanté del suelo, sacudí el polvo del almohadón y, esbozando una sonrisa, me despedí hasta el año siguiente.

–Adiós, mamá –susurré con voz temblorosa. ­ –Nos vemos pronto –plasmé un beso sobre la lápida antes de marcharme.

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