RAELIA

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Hubo una vez, una mujer hermosa que dio a luz a una hija hermosa. ¿Dónde?, en un castillo al borde del acantilado de Rutherson.
Puede que al comienzo esta historia parezca un cuento de hadas y princesas, pero cuidado, porque tal vez no lo sea, ya que en ellos rara vez cuentan la verdad acerca de los castillos y los secretos ocultos detrás de sus paredes. Nadie habla de los habitantes; no refieren sobre la soledad de sus almas ni las desdichas de sus corazones rotos. Pero descuiden, yo les contaré un poco.
En esos edificios medievales la higiene tiene prohibido el paso, el frío corta la piel y el miedo sacude los huesos. Las paredes son altas y hay cientos de escaleras, todas confeccionadas con frías piedras cuyos escalones son tan pequeños, que apenas caben los dedos de un pie. Sin mencionar que para subir las acaracoladas estructuras debes asirte con fuerza de la cuerda que está adherida a un lado de la pared.
Bien, en alguno de esos cuartos, la mujer hermosa que dio a luz a su hija hermosa, descansa a duras penas y en soledad. ¿Por qué? Porque alguien o algo las mantiene encerradas.  
La pequeñita fue nombrada Raelia y desde el  primer día, la hermosa mujer supo que nadie vería a su hija del mismo modo que ella, básicamente porque no había otros ojos que pudieran mirarla. Raelia no hablaba y jamás lo haría; su madre prefirió criarla en el silencio; un poco por temor, otro tanto por desidia. Bueno, además de no saber hablar, tampoco sabía sonreir; porque nadie le había enseñado cómo hacerlo.
Los primos años de la niña fueron duros. Todos los días permanecía encerrada en el cuarto, excepto por las tardes; momento en el que la puerta se abría haciendo un chirrido espantoso, tras lo cual, los ojos de Raelia eran cubiertos por la mano de su madre, quién a su vez cerraba lo suyos con fuerza, provocado que las venas y los capilares resaltaran a través de la pálida y transparente piel de los párpados.
¿Cuántos años pasaron en ese castillo? No lo sabía, porque para la pequeña, la vida no era más que una sucesión de espantosos días: amanecer junto a su madre, realizar una suerte de pantomima de lo que podría llegar a ser un juego, y comer lo que la mano del otro lado de la puerta le ofrecía, por un intersticio dejado entre el dintel y la pared. Más o menos sucedía así hasta que el día comenzaba a dar paso a la noche, momento en el cual resonaban la pasos afuera del cuarto y su madre le cubría los ojos. La chiquilla sabía perfectamente que cuando la puerta se abría ella era libre para corretear por el castillo, eso sí, nada más hasta que sonaban las tres campanadas, audibles desde el salón de la chimenea y que tintineaban para indicarle que era momento de regresar junto a la hermosa mujer que la cuidaba.
Y el tiempo pasó, como en todo cuento, (aunque tal vez, un poco más rápido que en nuestra realidad) creo que Raelia tenía diez años cuando en uno de sus recorridos nocturnos, divisó, apoyado contra la pared, una especie de insecto alado similar a una mariposa negra. Cabe aclarar que ella no sabía lo que era eso, porque jamás había visto nada que tuviera vida excepto por su madre y la mano espantosa que le daba de comer. 
Desde entonces, la niña aguardaba espectante hasta el momento en que el sol se ocultaba para ir al encuentro del insecto. Cautelosa, se acercaba a las piedras húmedas donde este reposaba y lo miraba fijo sin atreverse a tocarlo, luego de un rato de espectante contemplación, imitaba sus movimientos batiendo las manitos en ademán de volar, aunque ella siquiera lograba despegar los pies del suelo, porque Raelia tampoco sabía saltar.
El insecto, como sintiendo empatía hacia la solitaria niña, revoloteaba cerca de ella en una danza que bien podría asimilarse a un juego. La pequeña Raelia lo acompañaba desplazándose por el frío castillo, hasta que sonaban las tres campanadas, entonces, el pequeñito de alas negras volaba hasta lo alto de la ventana, en el salón de la chimenea, y en vuelo se alzaba para atravesar el marco de pierda y perderse en las fauces de la oscuridad, o lo que hubiera del otro lado del derruido muro.
Eventualmente, Raelia creció un poco más y se convirtió en una hermosa jovencita, el insecto también creció, sin mencionar el vínculo que los unía, el cuál se hacía cada vez más fuerte.
Una mañana en particular, su rutina se vio alterada por un infortunio; al salir el sol, su madre no despertó. Las pisadas pertenecientes a la mano que le daba de comer se escucharon antes del atardecer. Cuán desconcertante resultaba, pues la muchacha solo era capaz de anticipar los acontecimientos porque todos los días sucedían de la misma manera. Ciertamente, al escuchar el chirrido de la puerta y notar que nadie cubría sus ojos, empalideció de terror, sensación que no hizo más que aumentar tras escuchar una voz profunda y de timbre macabro que la alentaba a hacerlo por sus propios medios.
   —¡Cúbrete los ojos.... tu madre ya no reposará aquí... contigo! —la voz hizo una pausa, durante ese silencio, nada más oyó el sonido de una repugnante respiración— y no te atrevas a abrirlos o correrás su misma suerte.
La muchachita no entendía lo que él le decía, porque nunca nadie le había hablado, (a excepción de su madre, quién solía susurrarle  una "nana"para hacerla dormir) pero el terror que despertó en ella oír esa voz, fue suficiente como para no querer verle el rostro. Las pisadas dentro del cuarto retumbaban feroces. Luego de una serie de ruidos escabrosos, similares a los que podrías escuchar cuando alguien golpea a una persona y después la arrastra por el piso, la hicieron estremecer, sin mencionar la estela de hedor dejada por aquel ser mientras se marchaba. Al dejar de olerlo, ella volvió a abrir sus ojos, entonces se anotició: su madre había desaparecido, sin embargo no derramó lágrimas, porque Raelia no sabía lo que era llorar.
Con la partida de la hermosa mujer que le dió la vida, su rutina siguió más o menos igual, con la única diferencia de que, a pesar de carecer de fuerza física, ella subía sobre la mesa en el salón de la chimenea, y alzaba el huesudo brazo hacia la ventana cada vez que el insecto de negras alas salía volando. Sí, en verdad estiraba el brazo, como implorándole que la dejara ir con él hacia lo que hubiera del otro lado de la pared.
Sin saber cuándo, la mano que la alimentaba dejó de traerle comida y también, de abrirle la puerta en las tardes para que ella pudiera ir al encuentro de su amigo. En ausencia de su madre y de aquella mano, los días siguiente resultaron agónicos, a Raelia comenzó a dolerle el estómago: el hambre corroía sus entrañas.
A esa altura de la circunstancias, la piel reseca que cubría su desnutrido cuerpo empezó a adherirsele a los huesos. En los labios, descascarados producto de la deshidratación, podían notarse pequeños surcos rellenos de sangre y pestilencia. La pobre chica, apenas era capaz de desplazarse durante las noches en busca de su amado insecto, sin embargo, juntaba toda la fuerza a disposición y avanzaba dando pasos lentos, el esfuerzo resultaba descomunal porque el apestoso vestido, confeccionado con miles de capas de tul, organza y tafetán, había comenzado a quedarle enorme y le pesaba tanto que el solo roce de la tela contra su lastimada piel, le hacía contorcionar el rostro en una mueca de espantoso dolor.
Pobre Raelia, en contra de su más ferviente deseo, estaba siendo testigo solitario de su propia y trágica destrucción.
¿Pero qué sería de este cuento sin un poco de magia? Sí, esta historia (ni de hadas, ni de princesas) también la tiene, porque de imprevisto, la rutina de la joven Raelia dio un giro hacia lo oscuro y lo extraordinario.
A más de diez días de no haber ingerido alimentos, y apenas haber bebido un poco de agua de lluvia filtrada por la ranura de la ventana, todo cambió.
Para entonces, la moribunda jovencita se arrastraba a través del salón de la chimenea donde eventualmente el cansancio la vencía y quedaba dormida, hasta que volvía a despertar, pero solo para avanzar un poco más. ¿Hasta dónde? Hasta el sitio donde el insecto de oscuras alas la esperaba cada noche. Triste fue notar que él, esta vez, no estaba descansando en la pared; (como era habitual), sino tirado sobre el suelo a un lado de su maltrecho cuerpo y su apestoso vestido.
La muchacha, confundida por el cambio de escenario, estiró la huesuda mano con intención de asir a su amigo, lo hizo, lo alcanzó a duras penas y lo sostuvo por un largo rato a la espera de verlo mover sus aterciopeladas y polvorientas alas grises, pero era inútil;  siquiera lo veía respirar. Algo dentro suyo se lo decía: «de la muerte no vuelves jamás.»
Apenada de mil maneras posibles, lo sostuvo contra su pecho y sin previo aviso, lágrimas de tristeza y dolor comenzaron a salir de sus cansados ojos negros. Ella lo aprisionó entre la palma de la mano y la yema de sus dedos. La chica sollozaba y gritaba, aunque los sonidos emitidos por su garganta malherida no parecían provenir de una persona; se escuchaban apagados y oscuros. Tal vez, en esa turbulenta manifestación de dolor y tal vez, solo tal vez, no siendo consciente de la voluntad de su cuerpo, llevó el insecto muerto hasta su boca y de un solo bocado, se lo comió, inmediatamente después se sujetó el corazón como temiendo que él se escapara desde adentro.
¿Cuánto tiempo duró su llanto? Se lo contaré: dicen que duró cien días y cien noches, tras lo cuál, el esquelético cuerpo de la muchacha, todavía tendido sobre el suelo, comenzó a disiparse en negros vapores que lentamente fueron condensándose en un punto de la fría pared de piedra, exactamente en el mismo sitio donde solía reposar su amigo. Ante los ojos sorprendidos de nadie, (porque ese sitio había sido olvidado por Dios), los oscuros vapores dieron forma a un par de alas y luego, a un pequeño cuerpito que rápidamente fue cubierto con finos capilares de colores similares al  plateado y el violeta.
El pesado y hediondo vestido había quedado tendido sobre las piedras del suelo, que entre sus intersticios ya dejaban entrever una especie de vegetación similar al musgo. 
El oscuro insecto, más parecido a una mariposa que el anterior, batió sus pequeñas alitas en el  afán de sacudirse el polvo que las cubría y en vuelo se alzó a través de la pequeña ventana, en el salón de la chimenea, y se perdió en la oscuridad de la noche, o lo que hubiera del otro lado de la derruida pared del castillo de Rutherson, dejando a la medieval estructura sumida en la soledad, y la maldad que alguna vez caminó dentro de sus muros.

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⏰ Última actualización: Oct 31, 2023 ⏰

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