Mañana voy a morir. Mañana, pasado, en una semana. No recuerdo pero, de no ser por ustedes, queridos espectadores. De no ser él hecho de que me están a punto de ejecutar, no saldría a la luz la atrocidad que cometí.
No soy una mujer que a primera vista se podría considerar amable, al contrario, siempre he sido una testaruda, desgraciada y enferma de ideas espeluznantes que cada que estas salían de mi voz aguda, solo empeoraba mi conexión con el mundo que me rodeaba.
Me casé de joven con un gran biólogo, mi amado Damían. Uno de los pocos hombres admirados en todo mi pueblo debido a sus descubrimientos, esto generaba en mí la alegría de haber estado con un hombre que a pesar de su inteligencia, era atento en una relación. Debido a la buena economía de mi relación, vivía con mi familia reunida. Mi madre y prometido vivían en esas mansiones gigantescas que parecían castillos enormes.
A pesar de tener una vida a lo que muchos llaman perfecta ya que tenía lo suficiente para ser feliz, habían muchas cosas que me molestaban. Una de las principales cosas. Mi madre, progenitora y de quien he salido para vivir en este mundo juzgador y asqueroso. Pero no tenía a mi padre a mi lado, pero quien lo necesita? Solo fue un hombre ausente toda su vida a quien no le preocupaba y ahora sus cenizas abundan en un jarrón en la habitación de mi madre.Rondaban las 6 de la mañana, cómo siempre debía levantarme cómo toda buena ama de casa para hacer mi deber. Siempre me consideré serena, una mujer que a pesar de no demostrar una inocencia positiva, que era algo común para mi época, trataba de demostrar cariño y responsabilidad para ocultar mi repugnancia. Yo limpiaba la casa mientras mi madre que cómo de costumbre se quejaba de mi actitud y de mi forma peculiar de ser que se reconocía cómo asquerosa e inadecuada para una mujer. La escuché quejarse de mí hasta que terminé de ordenar la mesa para esperar a mi esposo, dí un suspiro agonizador pero pude escuchar la voz chillona é insoportable de mi madre.
— ¿Estás cansada? nunca haces nada, yo siempre hago todo y no deberías porque estarlo — Esa voz, su voz me causaba rabia. No quiero sonar cómo alguien que no amó a su madre, al contrario! La amé demasiado pero su voz, sus manos cuando tocaban mi piel fría, su rostro. Todo me causaba solo ira, una ira ciega que abría mis ojos y me daban ganas de hacer lo inhumano, lo aborrecible, lo repugnante.
Yo simplemente no quise responder, solo di un suspiro más y dirigí mis manos hacia mi pálido rostro para espabilarme y levantarme de la silla para ponerme mi abrigo e irme a la iglesia. Permanecí ahí como 1 hora, rezando y viendo a la estatua de la virgen Maria. Me llamarán loca, pero esta estatua me hablaba, la estatua de ella y su hijo me hablaban. Me repetían cosas tales como hacer cosas horribles con quienes aborrezco o hacerme daño a mi misma como castigo por ser quien soy, como si fuera el diablo mismo vestido de negro en esa iglesia putrida. Sentía las estatuas de los santos, de los ángeles. Las pinturas de Jesús en su condena viéndome fijamente con despreció.
Apreté mis manos con el rosario que tenía en ellas y me quedé de rodillas mientras el cura recitaba uno que otro verso bíblico.
Desde niña, la iglesia fue una especie de lugar reconfortante a pesar de todo lo que decía la biblia, todas las estatuas tenebrosas y cuadros horrorosos de Jesus muriendo en la cruz. Pero desde que cumplí los 14 hasta ahora que tengo 34, ir y no sentirme juzgada por figuras inanimadas se me hizo un castigo. Me levanté del asiento y caminé para irme. Ví al cielo y pude saber que iba a llover, me subí la capucha de mi poncho a la cabeza y corrí rápido antes que lloviera.
Llegué a casa alrededor de las 7:30 casi 8 de la mañana y por suerte, mi marido no llegaba todavía. Fue una mañana de puro trabajo para mí, limpiando cada rincón de la casa, lavando la ropa de la familia y cocinando para ellos. Ví a mi marido llegar de su trabajo en el laboratorio donde trabajaba, con su mirada fría e inexpresiva, cosa que rara vez me enojaba y no sé por qué. Tal vez la amargura de los demás cometía mi ira, sus expresiones me causaban ganas de desfigurar sus rostros con mis propias manos.
Él dejó sus cosas en la mesa de luz y se dirigió a la cocina donde estaba yo haciendo mis cosas. Este me miró y en un tono bajo susurró:
— Virginia, ¿cómo has estado? Te veo apagada
— No es nada — Exclamé mientras miraba al piso, simplemente el contacto con ese infeliz me causaba esos impulsos pero, esa vez noté algo diferente. Su olor, su olor era dulce y suave, cómo el perfume de una mujer.
No quiero sonar más de lo demente que ya eh sonado contandoles a ustedes mis impulsos, pero creanme que mis celos eran en gran parte la razon de mi rabia. El se acercó a mí para darme un abrazo y yo de inmediato lo aparte. Sus ojos reflejaban el furor ante mi actitud. No era raro, al fin y al cabo fue la primera vez en la cual lo aparte del poco cariño que él me daba. Este frunció en ceño y murmuró:
— ¿Qué sucede? ¿Estás bien? — Dios! era cómo el chirrido de un violín desafinado que ahogaba mi cabeza. Me vió a los ojos mientras mi carácter avinagrado solo me hacía imprecar pero él se mantenía calmado y tratando de ayudarme pero se lo evité.
— Estoy bien — Le murmuré. Mis manos temblaban y con calma me las acerqué a la frente, sintiendo un disgusto inhumano hacia él y apoyándome en la alacena.
— Estoy cansada, Damían. Perdóname, parece que cada vez me vuelvo loca — Nunca me sentí tan débil. Mi marido me miraba con tristeza y me quiso abrazar nuevamente para calmarme, era muy afectuoso, pero debo admitir que me tenía harta. — Suéltame — le exclamé. Fácilmente él hizo caso y yo miré hacia la ventana y le pregunté: ¿Es normal sentir tanta culpa por no ser una mujer común y corriente?
— ¿Tu mamá de nuevo te dijo algo? — ¿Eso a él qué le importaba? Yo no tenía nada que decirle y se atrevió a mencionar a mi madre.
— Cállate, déjame tranquila. — Por eso, mi marido me exclamó preguntándome la razón de mi enojo y eso desató una discusión. Duramos 3 horas discutiendo hasta que agarré mi saco nuevamente y me fui afuera para tomar aire. Lo vi salir por la puerta para dirigirse a donde Dios sepa dónde y, de una forma u otra, vi al ángel de mármol de nuestra fuente del patio y me tiré de rodillas al piso para comenzar a llorar.
Sentía odio, odio por mí misma. Hacía todo lo posible para dejar de hacerlo pero siempre me daba asco. Si escribía por una o dos horas, si rezaba y me mantenía horas en la parroquia. Si ofrecía, donaba y regalaba cosas a personas necesitadas. Si fumaba, tomaba o me distraía y no me seguía castigando como regularmente hacía.
Quería que me dejen vivir la vida como yo deseaba. Decir, hacer y pensar lo que yo quería sin la necesidad de que alguien me arruinase los planes.
Tomé en cuenta que quería ser doctora desde los 8 años y lo tomé como un desafío, estudiando día y noche para que mi madre al final me obligara a ser ama de casa. A veces (que admito, me avergüenza) pensaba que como arruiné los planes de mi progenitora, ella me los arruinó a mí.
Estaba cansada de sentirme así, pensar que moriría como alguien igual al resto y no siendo quien me prometí ser.
Me limpié las lágrimas y me levanté, como siempre, no hice nada para afrontar la situación y me dirigí hacia la calle para comprar algo.
Mientras caminaba, escuché a alguien gritando mi nombre.
Ahora, algunos pensarán que nunca he amado o he sido capaz de amar, pero sí, solo he amado a dos personas toda mi vida. A mi madre y a mi amiga, que conozco desde infante, Elysen. Ese nombre tan majestuoso le calzaba como anillo al dedo. Significaba "Paraíso" en griego. Como aquel que ella me hizo sentir desde que íbamos a la escuela y pasábamos las tardes en la calle caminando y merendando algo suculento que yo misma hacía para ella.
Desde ahí hasta ahora, donde cada día me esperaba en su puesto de verdura y me saludaba.
Hermosa, de pelo rubio y rizado, y ojos negros. Piel pálida con cachetes rosas, labios pequeños y un pequeño lunar debajo de su ojo. Perdonenme, pero recuerdo cada aspecto de ella. Me acompañó hasta en mis momentos más difíciles, como ahora, que estoy a punto de morir.
— Virginia, ¡amiga mía! — me gritó contenta, saludando y llamándome para que vaya. Corrí y la abracé para dar un suspiro de alegría y preguntarle: ¿Cómo has estado? Hace mucho no te veía.
— Hace mucho no salías, ¿tu mamá te obligó a quedarte en la casa otra vez? — preguntó riéndose.
— No, no. Solo tuve mucho trabajo y la iglesia, de una forma u otra, es mi único consuelo. Pero no importa eso ahora, solo quería pasar a saludar y, aprovechando que tengo que hacer la comida, quise venir a saludarte. — Nunca fui tan amable con otro ser humano. La vida me trajo a la mejor persona del mundo y no iba a arruinar nada. Me tomó de la mano y caminamos por los puestos donde, aprovechando, compré lo necesario.
Con todo ya en la bolsa, me dispuse a aprovechar el tiempo y hablar con ella, cerca de la plaza pública, Parliament Square.
— ¿Tu marido, cómo está?
— Bien, como siempre. Trabaja, trabaja y no se cansa. — No mentía, a cada rato el trabajaba. No me molestaba, más tiempo sin él o mi mamá encima mío eran como unas vacaciones merecidas tras el meticuloso y gran trabajo que hacía todos los días. — Yo aproveché y salí, y aprovechando que mi mamá está tomando una siesta, entonces no me afecta saber qué les pasa a los dos después de aguantarlos todos los días.
— ¿No pensaste que pueden estar de mal humor? Aquí hay una florería cerca, podemos pasar. Así, si quieres, le puedes regalar unas flores a tu esposo. — Me avinagré. ¿Quién me dijo que debía regalarle cosas? ¿Quién lo necesitaría? A mí nunca me regaló nada y ¿por qué yo debía hacerlo? Aún así, acepté la propuesta y caminamos. Quería comprar nuevas flores para el jardín y unas para regalárselas a ella.
Obviamente las aceptó. Nunca aceptó las flores de otros hombres, pero sí las mías, eso me alegraba. Mientras caminábamos, observaba con desvelo todas las calles. Aprovechando que moriré, nombrada como una mujer cruel, entonces no caeré yo sola, caerá el pueblo entero porque sé que la vergüenza es uno de los mayores sentimientos humanos fuertes, que afectan.
Todo estaba sucio, las calles eran un asco y las casas eran grandes como pequeños departamentos donde calculo vivían más de 30 personas, una en cada habitación. Había puestos de todo tipo: de carnicería, pescadería, ropa, armas y tabaco. La mayoría de personas me conocían, así como yo a ellos, me miraban raro. No soy linda, nunca me consideré; para mi mamá era gorda y para otros estaba en los huesos. Pelo liso, negro y opaco, piel pálida, una nariz respingada y ojos bien abiertos. Algunos decían que parecía un muerto y tal vez era verdad, estoy muerta. Según tenía por entendido, tachan de muertos a aquellos que siempre están tristes, con la piel fría y que no son capaces de conectarse con los demás.
¿Por qué ellos decían eso? Tal vez ¿estuve muerta desde que nací?
Cuando apenas me di cuenta de que me perdí en mí misma mientras Elysen hablaba, escuchamos disparos saliendo de una esquina. Todos comenzaron a gritar y corrí con ella tomándole la mano para alejarnos. En ese entonces no sabía qué pasó, pero tiempo después me dijeron que hubo una pelea en un bar de allí donde terminaron muriendo 3 personas. No lo sé, no me interesa, nunca me interesó nada, pero desde ese entonces no volví a ese bar donde solía tomar alcohol con Elysen o con Damián.
Lo tuve que dejar porque el barrio se volvía peligroso y ninguno de los tres queríamos salir lastimados. Siendo sincera, pensaba en la muerte constantemente, pero no sería capaz de castigarme obligándome a morir en ese barrio.
La muerte para mí es una forma de dar despedida a la vida de una forma u otra. Así como el nacimiento, pero esta vez, en vez de que la gente esté feliz por tu llegada, lloren y se entristezcan por la despedida.
Hubo miles de formas de morir. Para ser 1879, mi conocimiento sobre la muerte y las formas de padecer eran muchas.
Con Elysen nos escondimos en un callejón y esperamos a que el ruido bajara, y cuando lo hizo, ambas corrimos en dirección a la otra calle. Aprovechando, la invité a mi casa en la tarde, con la esperanza de poder pasar tiempo con ella y calmarme de todo lo sucedido. Con gusto, ella accedió, y le dije que me esperara, pues debía hacer de comer, y a mi madre no le gustaba cuando traía invitados.
Nos separamos y cada una tomó su camino. Llegué a mi casa, abrí la puerta y observé cada rincón hasta que mi marido me dio un buen susto abrazándome. Lo empujé y me quedé quieta. Él me miró con preocupación, y puedo admitir que quería matarlo, tal como pasó días después.
— ¡Dios, casi me muero de un infarto, Damián! ¿Qué te pasa? — grité, estaba cansada y la rabia que tenía acumulada me hizo darle una cachetada en el rostro. Él se quedó quieto, mirándome preocupado. No solo bastaba, me preguntó:
— Perdóname, Virginia. ¿Estás bien? ¿Te pasa algo?
— ¡No, cállate! ¡Cállate! — Sabía lo que decía, no lo soportaba más. Damián estaba acostumbrado a esa forma de actuar mía y solo me dejaba expresarme. Lo comencé a insultar como nunca imaginé que lo haría. Tenía ganas de asesinarlo, acabar con su vida de la peor forma posible. En ese entonces pensé muchas cosas: arrancarle las uñas, luego los dedos, la palma de la mano entera y al final los brazos. Lo mismo con la piel, y seguir desfigurando su rostro.
Estoy enferma, lo estaba y lo estoy, pero era inevitable. Pensaba esa clase de cosas con él y mi madre.
No soy, bueno, sí soy una persona violenta. Pero tengo un corazón.
Nunca supe una razón exacta del por qué usar el corazón como símbolo del amor cuando sabes que solo bombea sangre. Qué ridícula sueno.
Al finalizar la discusión, me largué a mi habitación. Me senté en la cama para reposar y vi mi perfecta colección de diccionarios de idiomas. Tenía de alemán, francés, sueco y ruso. Con estos mismos libros me dediqué a escribir cartas. ¿A quién? No lo sé. Tal vez a algún espíritu, a un ser que apareciera en mi casa cuando yo no estaba o tal vez... tal vez era para expresarme sin la necesidad de que mi madre lo supiera.
Me quedé sentada por un momento. No estudié, no escribí, no leí y mucho menos pensé. Me quedé viendo el piso un largo rato y decidí algo nuevo: nadie nunca más me trataría así como mi madre lo hacía. Nadie, ni un simple ser humano. Tal vez era porque decidí aislarme, o escaparme del país y empezar una vida nueva o, mucho peor... suicidarme.
Quise quitarme ese terrible pensamiento de la cabeza y me levanté para ir a la cocina. Mi mamá no estaba, por suerte, y aproveché para agarrar una botella de un viejo whisky que Damián me regaló cuando fue mi cumpleaños. Era rico, dulce y fuerte. Una buena forma de desahogarme para acabar el día horrendo, pero debía tomar poco, aún tenía que cocinar.
Después no pasó nada interesante, no veo necesidad de relatar cómo cociné y cómo fui a dormir. Obvio, no dormí mucho como de costumbre y tampoco comí lo necesario. No quería ver los rostros con quienes comparto techo, no veía y sigo sin ver la necesidad.
Estaba muy cansada y desde ahí esperé al día siguiente, para ver qué cosas me deparaban.
ESTÁS LEYENDO
El Prodigioso Crimen De Virginia Jewell
Mystery / Thriller¿alguna vez se sienten cansados de los que nos rodean a pesar de el tiempo que vivimos con ellos? bueno, Virginia es una mujer que sufre ese sentimiento. esta esta dispuesta a hacer lo que sea con no escuchar más a los que la rodean tales como su ma...