Estábamos en la fila de migraciones del aeropuerto de Ezeiza; llevábamos en nuestras manos los pasaportes y los pasajes, listos para realizar los trámites y así iniciar el periplo de nuestro viaje. Adelante iba una mujer con rasgos fisonómicos como los de cualquier mujer de esta época a la que no se le puede definir la edad; vestía de modo elegante y olía a perfume importado. No llevaba apuro, no parecía ansiosa. Nosotros, en cambio, estábamos inquietos, queríamos subir y ocupar nuestros asientos.
El viaje sería largo, sin embargo, no hallábamos dispuestos a comer todo lo que pudiésemos, ya que en los trayectos de muchas horas -algo así como dieciséis hasta arribar a Roma-, además de ver películas, escuchar música o leer, nada puede uno hacer.
En los aeropuertos la gente se muestra ansiosa y, por lo general, camina de una lado a otro, compra en el free shop y carga con objetos innecesarios, pero la mujer que estaba delante de nosotros llevaba sólo su cartera y una notebook.
Cuando la fila avanzó y le tocó el turno a ella escuché que la empleada le decía que espere un momento, que debía realizar una comprobación en el sistema; volvió a preguntarle su nombre y corroboró algo varias veces. La empleada hizo un gesto de reprobación y en voz alta le dijo: ¡Se puede hacer a un lado y esperar, por favor!
La mujer obedeció, se retiró unos pasos y nos llamaron; como no pudimos dejar de escuchar porque la curiosidad nos asaltó miramos hacia el costado, hacia donde la habían confinado. La acompañaban unos policías que le realizaban preguntas que no oímos con nitidez. La mujer hacía gestos de negación con la cabeza mientras la increpaban.
Cuando terminamos de realizar los trámites y nos dirigimos hacia la puerta cuatro, ya habían anunciado el vuelo 673 con destino al aeropuerto de Fiumicino. La fila era muy larga, tardamos alrededor de una hora hasta que subimos y nos acomodamos en nuestros asientos. Nos tocó la fila del medio que tiene cinco butacas, la mía estaba junto al pasillo, a mi lado quedaba una libre. Los demás se ubicaron en las restantes.
Esta línea aérea habitualmente es muy puntual, excepto cuando ocurre algún contratiempo con la torre de control, y este no era el caso. Estábamos todos sentados y pasaron veinticinco minutos y nada, el avión no decolaba. Los otros pasajeros preguntaban, ¿qué pasa? y las azafatas no contestaban; estaban ocupadas en cerrar los portaequipajes y caminaban controlando los asientos.
Por fin, cuarenta y cinco minutos pasados de la hora de la partida, a nuestras preguntas insistentes, las azafatas contestaron que ya decolaba; justo en ese momento entró la mujer que habíamos visto. Se sentó en la butaca que había quedado libre a mi lado. Ni bien se acomodó y cuando giró el rostro hacia mí, pude ver que sus ojos estaban rojos; hurgó en su cartera , sacó una frasco blanco y tomó un trago que a mí me pareció largo.
Pronto comenzaron a servir el almuerzo; en todo ese tiempo la mujer se mantuvo escribiendo en su computadora. Ella no probó un solo bocado, a pesar de que cuando pasaron preguntando y ofreciendo: ¿Carne o pollo?, eligió pollo, pero su bandeja quedó intacta. Cada tanto sacaba de la cartera el frasco y bebía de ese líquido.
El vuelo tenía una escala técnica en San Pablo. Allí nos hicieron bajar porque tenían que cargar combustible y limpiar el avión. Al menos eso fue lo que anunció el comandante de la tripulación. Pasamos e una sala de la cual no podíamos salir porque la escala duraría solamente treinta y cinco minutos.
En el tiempo que duró la espera unos pasajeros aprovecharon para fumar y otros para ir a la toilette, nosotros nos quedamos conversando. La mujer se sentó en un sofá y no se levantó. Parecía preocupada y triste. A mí me carcomía la curiosidad por saber qué le había ocurrido en Ezeiza, pero no me animé a acercarme para preguntárselo.
Cuando transcurrió el tiempo estimado anunciaron por los altavoces que debíamos abordar el avión. Todos hicimos la fila y subimos dispuestos a tener un viaje placentero, yo pensaba ver la película y luego estirarme a dormir todo lo que me permitiera la estrechez del asiento.
Por fin el avión carreteó, pero luego frenó y volvió hacia la manga, lo pude ver por la ventanilla y me sorprendió la maniobra. Pronto anunciaron que el avión sufría un desperfecto de poca importancia. El argumento no me convenció y me puse bastante nervioso. Los pasajeros empezaron a levantarse, caminaban, iban al baño. Unos pedían agua a las azafatas, y otros whisky. Nosotros tratamos de mantener la calma; mis compañeros de viaje, los directivos del club, me propusieron ir a la cabina para pedir mayor información, pero preferí no enterarme del desperfecto. Si llegaba a suceder algo grave, tan grave como que se cayera el avión, ya estaba jugado allí arriba, así que me dije mejor no pensar.
La mujer del incidente inicial seguía escribiendo y no parecía alterarse con ese inconveniente. Yo la miraba de soslayo, pero ella no se percataba de nada; era como si estuviese ausente de todo lo que ocurría allí.
La espero fue de tres horas, la mayoría de los pasajeros, aunque no lo dijesen, pensarían igual que yo: estamos en la manso de Dios, de Alá... Nosotros nos dedicamos a hablar de la reuniones que teníamos programadas para la venta de jugadores de futbol y evitábamos cualquier referencia al desperfecto.
Aplaudimos cuando nos avisaron que había sido solucionado el inconveniente, el avión comenzó a carretear y aliviado me dije: Ojalá que lleguemos. La mujer seguía escribiendo y tomaba a cada tanto largos tragos de ese frasco blanco; sí, creo que era blanco, aunque empiezo a dudar; el miedo que tuve no me permite hoy afirmarlo.
El resto de l viaje fue bueno, en los pozos de aire y cuando el avión perdía altitud suspirábamos y nos aferrábamos a los asientos. La mujer no se inmutaba. Yo seguía intrigado, ¿por qué la separaron de la fila?, ¿qué problema habrá tenido con la policía?
Cuando bajamos en el aeropuerto de Fiumicino la perdí de vista. La intriga aún me persigue, quizás alguna vez logre averiguar algo.
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Pintar el tiempo
General FictionEn la ciudad de Roma se encuentran dos amigas de la infancia: Marisa y Carmela. En sus recuerdos y anécdotas del colegio de monjas donde estuvieron pupilas emergen la calidez de la amistad y la enorme necesidad de una de ellas de cambiar el curso de...