El reloj de la pantalla del ordenador marcaba las 21:48. La oficina estaba en silencio total salvo por el ruido incesante y característico de los dedos moverse sobre el teclado, precisos y rápidos –conocedores de las técnicas tipográficas. Bajo la penumbra que le proporcionaba la malsana luz del ordenador y un minúsculo e irrisorio flexo colocado encima del escritorio, Nanami Kento terminaba el informe.
Director de cuentas para la empresa Gojō Family Business Inc., llevaba trabajando para la misma durante diez años. Había comenzado como becario cuando acabó su formación universitaria, y su arduo trabajo le había garantizado ascender hasta tocar la cima de la dirección. Ahora era él quien mandaba a los imberbes becarios.
Cualquiera podría pensar que, a sus treinta y dos años, Nanami Kento tenía una buena vida. Un buen trabajo que, a pesar de ser arduo y tedioso, le reportaba un salario nada desdeñable. Un buen piso en una de las mejores zonas de la ciudad, demasiado amplio para él solo. Un coche aceptable. Un vestuario impecable lleno de trajes italianos a medida.
Tres suaves golpes en la puerta del despacho.
–Nanami-san –una de las becarias nuevas, Kugisaki Nobara, lo llamó–. Van a ser las diez y hace una hora que...
–¿Todavía sigues aquí? –el hombre la interrumpió sin levantar la vista de la pantalla–. Recoge tus cosas y vete. Es tarde.
–Pero usted...
–Me iré cuando acabe este informe. ¿Queda alguien más en el departamento?
Las oficinas de la Gojō Family Business Inc. estaban situadas en el distrito financiero de Tokyo, en uno de los cientos de rascacielos empresariales que plagaban la zona. Y, como todas las empresas grandes, se dividía en departamentos ubicados en plantas. Cuentas y Finanzas, el área de Nanami, ocupaban el séptimo y octavo piso.
–Itadori Yūji. Hemos estado ordenando juntos las facturas –Nobara explicó sin entrar en detalle porque era una tarea que Nanami le había encomendado.
–¿Quién? –ahora sí, Kento alzó la vista del ordenador para mirar a la chica.
Nanami era consciente de la fama que tenía en su trabajo. Serio, rígido como una vara de hierro y muy diligente con sus tareas. Si su trabajo era excelente, esperaba del resto el mismo compromiso. No compadreaba con sus empleados, no salía a beber con ellos al final de la jornada laboral. Y Nanami no lo hacía porque se creyese superior al ser su jefe, sino porque aborrecía ese tipo de rituales sociales.
Por ello, la mayoría de los empleados de la empresa –por no decir todos– le tenían bastante respeto. Pero Nanami Kento era un hombre solitario que disfrutaba de la soledad.
–Uno de los compañeros que... –Nobara comenzó, aún escondida tras la puerta–. Otro becario.
–Bien. Marchaos los dos y que te acompañe hasta tu parada de metro. Si se niega, dile que es una orden –concluyó Kento con tono severo.
–Como guste, Nanami-san –la muchacha aceptó con un suave cabeceo–. Hasta el lunes.
La puerta se cerró con delicadeza y, al cabo de tres segundos, Nanami suspiró con pesadez. Se quitó las gafas que usaba para protegerse la vista tras horas y horas frente a la pantalla del ordenador y se sobó el puente de la nariz. Su cuerpo empezaba a resentirse tras un duro día de trabajo. Había cruzado la puerta a las nueve de la mañana, y el reloj estaba a punto de marcar las diez de la noche.
Cualquiera podría pensar que, a sus treinta y dos años, Nanami Kento tenía una buena vida. Porque no la conocían. El trabajo ocupaba la mayor parte de su tiempo, por no decir todo. Y él empezaba a quemarse. No tenía amigos, ni tenía vida social. Sus momentos de paz y diversión se traducían a estar a solas en su casa y cocinar un buen plato gourmet mientras se abría una botella de alcohol –fuerte– y se la bebía en silencio.
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Los vicios de un oficinista
FanfictionNanami Kento apagó el ordenador de su oficina cuando pasaban las diez de la noche. Había entrado a las nueve de la mañana y ya no podía más. Se dirigió a la parada de taxi a por uno cuando, sacando la cartera, descubrió una tarjeta oscura. Y una ide...