Confieso que sólo soy un simple escritor de relatos fantásticos. Desde mi más temprana infancia me he sentido subyugado por la secreta fascinación de lo desconocido y lo insólito. Los temores innominables, los sueños grotescos, las fantasías más extrañas que obsesionan nuestra mente, han tenido siempre un poderoso e inexplicable atractivo para mí. En literatura, he caminado con Poe por senderos ocultos; me he arrastrado entre las sombras con Machen; he cruzado con Baudelaire las regiones de las hórridas estrellas, o me he sumergido en las profundidades de la tierra, guiado por los relatos de la antigua ciencia. Mi escaso talento para el dibujo me obligó a intentar describir con torpes palabras los seres fantásticos que moran en mis sueños tenebrosos. Esta misma inclinación por lo siniestro se manifestaba también en mis preferencias musicales. Mis composiciones favoritas eran la Suite de los Planetas y otras del mismo género. Mi vida interior se convirtió muy pronto en un perpetuo festín de horrores fantásticos, refinadamente crueles. En cambio, mi vida exterior era insulsa. Con el transcurso del tiempo, me fui haciendo cada vez más insociable, hasta que acabé por llevar una vida tranquila y filosófica en un mundo de libros y sueños.
El hombre debe trabajar para vivir. Incapaz, por naturaleza, de todo trabajo manual, me sentí desconcertado en mi adolescencia ante la necesidad de elegir una profesión. Mi tendencia a la depresión vino a complicar las cosas, y durante algún tiempo estuve bordeando el desastre económico más completo. Entonces fue cuando me decidí a escribir.
Adquirí una vieja máquina de escribir, un montón de papel barato y unas hojas de carbón. Nunca me preocupó la búsqueda de un tema. ¿Qué mejor venero que las ilimitadas regiones de mi viva imaginación? Escribiría sobre temas de horror y oscuridad y sobre el enigma de la Muerte. Al menos, en mi inexperiencia y candidez, éste era mi propósito.
Mis primeros intentos fueron un fracaso rotundo. Mis resultados quedaron lastimosamente lejos de mis soñados proyectos. En el papel, mis fantasías más brillantes se convirtieron en un revoltijo insensato de pesados adjetivos, y no encontré palabras de uso corriente con que expresar el terror portentoso de lo desconocido. Mis primeros manuscritos resultaron mediocres, vulgares; las pocas revistas especializadas de este género los rechazaron con significativa unanimidad. Tenía que vivir. Lentamente, pero de manera segura, comencé a ajustar mi estilo a mis ideas. Trabajé laboriosamente las palabras, las frases y las estructuras de las oraciones. Trabajé, trabajé duramente en ello. Pronto aprendí lo que era sudar. Y por fin, uno de mis relatos fue aceptado; después un segundo, y un tercero, y un cuarto. En seguida comencé a dominar los trucos más elementales del oficio, y comencé finalmente a vislumbrar mi porvenir con cierta claridad. Retorné con el ánimo más ligero a mi vida de ensueños y a mis queridos libros. Mis relatos me proporcionaban medios un tanto escasos para subsistir, y durante cierto tiempo no pedí más a la vida. Pero esto duró poco. La ambición, siempre engañosa, fue la causa de mi ruina.
Quería escribir un relato real; no uno de esos cuentos efímeros y estereotipados que producía para las revistas, sino una verdadera obra de arte. La creación de semejante obra maestra llegó a convertirse en mi ideal. Yo no era un buen escritor, pero ello no se debía enteramente a mis errores de estilo. Presentía que mi defecto fundamental radicaba en el asunto escogido. Los vampiros, hombres-lobos, los profanadores de cadáveres, los monstruos mitológicos, constituían un material de escaso mérito. Los temas e imágenes vulgares, el empleo rutinario de adjetivos, y un punto de vista prosaicamente antropocéntrico, eran los principales obstáculos para producir un cuento fantástico realmente bueno. Debía elegir un tema nuevo, una intriga verdaderamente extraordinaria. ¡Si pudiera concebir algo realmente teratológico, algo monstruosamente increíble!
Estaba ansioso por aprender las canciones que cantaban los demonios al precipitarse más allá de las regiones estelares, por oír las voces de los dioses antiguos susurrando sus secretos al vacío preñado de resonancias. Deseaba vivamente conocer los terrores de la tumba, el roce de las larvas en mi lengua, la dulce caricia de una podrida mortaja sobre mi cuerpo. Anhelaba hacer mías las vivencias que yacen latentes en el fondo de los ojos vacíos de las momias, y ardía en deseos de aprender la sabiduría que sólo el gusano conoce. Entonces podría escribir la verdad, y mis esperanzas se realizarían cabalmente. Busqué el modo de conseguirlo. Serenamente, comencé a escribirme con pensadores y soñadores solitarios de todo el país. Mantuve correspondencia con un eremita de los montes occidentales, con un sabio de la región desolada del norte y con un místico de Nueva Inglaterra. Por medio de éste, tuve conocimiento de algunos libros antiguos que eran tesoro y reliquia de una ciencia extraña. Primero me citó con mucha reserva algunos pasajes del legendario Necronomicón, luego se refirió a cierto Libro de Eibon, que tenía fama de superar a los demás por su carácter demencial y blasfemo. Él mismo había estudiado aquellos volúmenes que recogían el terror de los Tiempos Originales, pero me prohibió que ahondara demasiado en mis indagaciones. Me dijo que, como hijo de la embrujada ciudad de Arkham, donde aún palpitan y acechan sombras de otros tiempos, había oído cosas muy extrañas, por lo que decidió apartarse prudentemente de las ciencias negras y prohibidas. Finalmente, después de mucho insistirle, consintió de mala gana en proporcionarme los nombres de ciertas personas que a su juicio podrían ayudarme en mis investigaciones. Mi corresponsal era un escritor de notable brillantez; gozaba de una sólida reputación en los círculos intelectuales más exquisitos, y yo sabía que estaba tremendamente interesado en conocer el resultado de mi iniciativa. Tan pronto como su preciosa lista estuvo en mis manos, comencé una masiva campaña postal con el fin de conseguir los libros deseados. Dirigí mis cartas a varias universidades, a bibliotecas privadas, a astrólogos afamados y a dirigentes de ciertos cultos secretos de nombres oscuros y sonoros. Pero aquella labor estaba destinada al fracaso. Sus respuestas fueron manifiestamente hostiles. Estaba claro que quienes poseían semejante ciencia se enfurecían ante la idea de que sus secretos fuesen develados por un intruso.