Aquella mañana, al levantarme temprano, no tenía idea alguna que mi monótona vida cambiaria para siempre.
Como todos los días, el despertador sonó a las 6,30 de la mañana. De forma automática, empecé a preparar el desayuno, y a luchar para levantar a los niños de la cama.
Cuando el café estuvo listo, desperté a Dani, mi esposo, como siempre con un beso. Sin embargo, esta vez se volteó más bruscamente que de costumbre.
Hacía un tiempo venía así, distante, enojón por todo. En ocasiones, buscaba pelea por nada.
Yo intentaba hablar con él, y cada vez que le sacaba el tema, me decía que no sabía de qué le estaba hablando, que era yo la que hacía problemas en la casa.
Sentía que debía hacer algo, no tenía idea de que, pero según mi pensamiento de aquel entonces, era mi responsabilidad mantener la familia unida. Y que mi relación funcione. Pero era muy poco lo que podía hacer, sin la colaboración de él.
Lo consulté con mi abuela, la única pariente que me quedaba, después que mi madre muriera de cáncer. Me dijo que no me preocupara demasiado, que los hombres eran así. Por el estrés en el trabajo.
La verdad, yo también vivía absorbida, la crianza de tres niños no era nada fácil. Jamás, en mis años de adolescente, pensé que las cosas pudieran ser tan duras.
Al terminar la secundaria, en mi baile de graduación, conocí a Dani. Él era muy apuesto, lo vi como al príncipe que siempre esperé. Sueños de colegiala, por supuesto. Pero mi mente en ese entonces nadaba en un mar de canciones románticas y películas de Disney. Nadie te prepara para la realidad. O si lo hacen, pero no hacemos caso, es más bellos vivir una ensoñación.
Conseguí mi primer empleo y usaba casi todo el dinero en ropa y cosméticos para que Dani me viera hermosa. Los días despreocupados de salidas y fiestas pasaron muy pronto. Demasiado pronto.
El análisis que me anunciaba mi primer embrazo hacía que me tiemblen las manos, de miedo y también de emoción.
Como chica inexperta y soñadora que era, el tener un hijo con el hombre que amaba sonaba muy bien. Al decírselo a mi pareja, él se disgustó y me llamo descuidada.
Que era mi responsabilidad cuidarme. Pero después me dijo que iríamos a vivir a casa de su madre, que mi descuido no lo dejo prepararse para que vivamos solos.
Así termine aceptando vivir en casa de mis suegros, a los 19 años, embrazada y sin un centavo en el bolsillo.
Sin embargo, estaba tan enamorada, y las novelas que veía para pasar el rato siempre triunfaba el amor. Amor por el cual cualquier sacrificio valía la pena.
Cuando él llegaba, yo me esforzaba por hacerlo feliz. Lo atendía lo mejor que podía, en mi estado. Él nunca estaba conforme, algo siempre estaba mal hecho. Cuando él me decía que hacía las cosas mal, yo me sentía insegura y lloraba, porque me dolía no ser lo suficientemente buena para él.
En verdad quería que nuestra relación funcione, y pensaba como muchas personas, que solo era cuestión de echarle ganas.
Así, poniendo muchas ganas y lágrimas, pasaron 10 años. Los mejores de mi juventud. Y vinieron 2 niños más. Descuidos de los cuales también tuve la culpa, por supuesto.
A veces, al verme al espejo, con 29 años, puedo ver claramente todo el sacrificio en cada arruga prematura de mi rostro. Una vida de entrega, responsabilidades y renuncias. El tener una familia unida lo valía todo, eso suponía.