CAPÍTULO II

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Me desperté esa mañana al amanecer, y miré el reloj en la pared de delante. Las siete y ocho.

La noche anterior, después de llegar a la universidad, cansada y asustada, me dirigieron a los dormitorios a unos tres minutos del edificio principal, el más cercano al bosque.
Mi habitación solo contenía una cama y un escritorio, entre paredes empapeladas de un granate desgastado.

Me giré en la cama para que no me diera la luz en la cama e intenté descansar un rato más, ya que las actividades de bienvenida a la universidad no empezaban hasta las nueve.

Intenté dejar la mente en blanco, pero no podía dejar de darle vueltas a lo que vi la noche anterior; la sangre en mi pelo, que tuve que frotar en las duchas para quitármela, y la sonrisa de la recepcionista.
Tenía sentido lo que dijo; escuche una rama romperse delante mío y la sangre seguía fresca, así que todo indicaba a que algún animal había matado a otro, pero seguía teniendo esa sensación de intranquilidad.

Mi teléfono empezó a sonar, y lo cogí de encima de la maleta, que había dejado tirada en el suelo, y comprobé la llamada.
Era mamá. Era pronto y aún no me sentía preparada para hablar con ella, no con todo lo que había pasado. Tenía el miedo constante cuando estaba cerca suyo de que adivinara lo que había sucedido; mi madre tenía ese don que solo las madres tienen, de ver a través de ti y saber cuál era el problema.

Me sentía así con ella, y con todas las personas cercanas. Con papá sólo hablaba si cenábamos juntos, y dejé de salir con mi grupo de amigas del instituto. Todas habíamos quedado impactadas por lo sucedido, y nos habíamos distanciado lentamente, aunque nos esforzamos para quedar cada cierto tiempo y no perder contacto.

Pero inevitablemente, dejamos de hablarlos fuera del instituto, y las llamadas eran cada vez menos frecuentes. Los dos meses después al accidente, en el instituto había un silencio pesado, y los vecinos dejaron de compartir las pocas palabras que acostumbraban a decirse.

En casa, nunca llegamos a hablar del tema. Mamá intentó sacar el tema un día, pero yo me negué a hablar. Pensaba que, a lo mejor, si hacía como si no hubiera pasado podría olvidarme de la culpa que se asentaba cada vez más en mi pecho, y volver a como las cosas eran hace unos años.

Al acabar mi último año de instituto, mis notas fueron bastante buenas, aunque no lo suficiente para estudiar derecho, así que pensé en quedarme en la universidad local y estudiar griego, hasta que un día llego a mi puerta un panfleto de Aberdeen.

Estaba leyendo un libro en el sofá, cuando me fijé de que alguien había pasado un panfleto por el buzón de la puerta. Deje el libro en la mesa, me acerqué y lo recogí.
Universidad Aberdeen, 1# universidad privada de Escocia en estudios clásicos.

El panfleto sólo contenía una página; en la primera el gran título, con fotos de la lujosa y antigua universidad, y detrás algunos de las materias disponibles, su localización, y algunos de los servicios que tenían, como una hípica y una iglesia en el recinto de la Universidad.

El mismo día que vi el panfleto, fui a la biblioteca, abrí un ordenador y envié una solicitud de información a la universidad y mi expediente académico.
En ningún momento le dije nada a mamá ni a papá; quería esperarme hasta saber si me aceptaban o no para decírselos.
Sabía que mis padres hubieran preferido que estudiara en la universidad local, pero sabía que si podían permitírselo, no pondrían oposición en que fuera a una universidad privada.

Justo al siguiente día, para mí sorpresa, llegó una carta a casa según me habían aceptado en Aberdeen, y toda la información de la universidad en profundidad. ¿Cómo podía haber llegado la carta tan rápido? ¿Y que me aceptaran tan fácilmente, y además con una beca? La aturdición duró poco y fue substituida por pura felicidad. Con la beca, mis padres podrían permitirse llevarme a Aberdeen. Al día siguiente le dije a mis padres, y a los dos días los había convencido.

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