María

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Entiendo. Su nombre es María. Camina por la calle mientras sus piernas sangran. Camina arrastrando, en las rocas, la planta rosada, raspada y ensangrentada, mientras la sangre venganza resbala desde sus muslos. La encuentran sentada, estropeada y maltratada. Le dicen: ¿De cuál amor a abusado? No habla, no llora; nada de nada. ¿Qué te pasa María? ¿Cuál amor te ha abusado? La levantan del asfalto y sufre por no poder olvidar el dolor entre sus piernas, en la parte que no suele ser nombrada, censurada y deseada. Destellos incandescentes acompañan su trayecto, indica que le duele, que le sangra, que le digan donde la llevan para ser curada. 

Se sienta en el banco de gris gélido que refleja las luces blancas e indiferentes quela rodean. La mujer con bata la mira, la observa, reitera la mirada en su cara y mueve los labios incompresibles que María no intenta descifrar. Las palabras se someten a una encrucijada y la lengua inerte, áspera y sedienta no se mueve, se repliega, huye del recuerdo de otra lengua que la tocaba. Escucha su nombre por vez primera, reconociendo la consonante seguida por la vocal que acompaña la 'ere' junto el diptongo 'ía'. «Necesito que te recuestes, María. Necesito atenderte». Siente el respaldo de cuero en su columna, el cómo manipulan el área que sangra, que duele, que fue deseada. Le incomoda el hisopo moviéndose, hurgando y encontrando rastros de un acto que se manifiesta y le impide recordar con detalle el dolor no sucedido, no resulto, no mencionado y no consentido. No encuentra motivos para seguir en ese estado, en esa posición tan incomoda que la mantiene de piernas hacia arriba. Termina el interrogatorio corporal, toma ambas piernas entre sus brazos y se sujeta ella misma para evitar recordar lo que las palabras deseadas dela mujer de bata quiere sacar de su lengua escondida.

Transcurren algunos días. No recuerda con exactitud cuántos, pero recibe la llamada de la abogada. Le habla sobre el caso de la violación. De aquello que tiene nombre ahora y es difuso al mismo tiempo. Le dice que se ha estancado, que estos meses han sido inútiles por algunas causas que salen de sus manos. Ya lo sabe, selo han advertido, no encontraron rastro que inculpara a aquel que suele ser nombrado en el jurado; el que ha consumado su venganza a través de su cuerpo. Pregunta cuál es el siguiente paso, cuántas preguntas nuevas debe responder para que sea creída su palabra. La abogada no dice nada, solamente pronuncia oraciones vacías para calmar su deseo de ayuda. Cuelga el auricular mientras las lágrimas injustas caen debido al recuerdo que la vuelve a acosar: aquel, cuyo nombre siempre fue Daniel, la toma de nuevo entre sus manos. «No es posible, estoy a salvo», susurra. El frío piso de la sala de su casa vuelve a recorrer su espalda. La evocación toma fuerza y la realidad se transforma en aquello que teme. Cierra los ojos para alejar los destellos de pasado que se filtran entre sus miedos. Es inevitable, lo recuerda, siente las palabras escupidas en su cara: «El pendejo de tu esposo cree haberse escapado, me cobraré contigo». Me agito ante el horror detener un cuerpo que me aplasta, que me quita la respiración con su vida; siento que muero, que desapareceré en cualquier momento. Grito su nombre, empiezo con cariño para apaciguarlo: «cuñado, cuñadito, yo no tengo nada que ver». Se enfurece más, rompe mi ropa, me mira con odio. «Daniel, suéltame, yo no he hecho nada». Mi cuerpo deja de ser el mío, de María, dejo de ser alguien y me desvanezco ante el dolor, ante un hilo de sangre que resbala en mi muslo. Me deja tirada y la puerta donde huye queda abierta para que yo la atraviese y deambule mi vida arrebatada. 

Entiendo. Mi nombre es María y camino por la calle mientras mis piernas sangran. 

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