Capítulo VII: Encuentro casual

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Su habilidad de hablar despareció en un parpadeo, cosa que siempre pasaba cada vez que sus niveles de ansiedad incrementaban abruptamente, en especial en situaciones llenas de tensión. Intentaba articular al menos un Buenos días, gracias, pero su mente y su boca se rehusaban a ponerse de acuerdo para dicha acción.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó ella, mirándolo a los ojos, en su mano derecha sostenía un pañuelo de papel. Tenía puesto un vestido marrón de invierno con un saco negro, medias finas blancas y botas. Estaba demasiado hermosa, aunque era más que probable que esa era su ropa casual.

Scott Wilde tenía que decir algo, rápido, antes de que ella se alejara o que la situación se volviese mucho más incómoda.

—Es usted. —solamente pudo contestar eso, lo cual fue un enorme logro (aunque sonó demasiado... perturbador).

—¿Yo... qué? —ella lo miró desconcertada, mientras Scott agarraba el pañuelo de papel para secarse la nariz.

—L-la... mujer d-de la-a ba-ban-banca... leyendo un libro... —comenzó a explicar él en tartamudeos, sus mejillas pecosas se habían tornado más rojizas—El libro que usted estaba leyendo ayer... yo lo escribí... soy el autor, Dr. Scott Wilde.

La mujer de cabello castaño dio un paso atrás, y lo miró de pies a cabeza. Ahora, los papeles se habían invertido: Ella se había quedado muda.

—¿Y usted se llama...? —se atrevió a preguntar Scott.

—Minerva Freud. —dijo la mujer, casi en un susurro inaudible.

—¿Freud? ¿Como el padre del psicoanálisis?

—Es sólo una coincidencia, no soy pariente de él —contestó ella, que al fin tenía nombre en la mente de Scott.

Minerva. Minerva Freud.

Ninguno de los dos siguió hablando, era una situación bastante incómoda, el ambiente seguía tenso, Scott sentía que su corazón golpeaba su caja torácica con fuerza, temeroso de que si no seguía hablando... la perdería hasta quién sabe cuándo.

—Minerva, yo quisiera... —dijo, y le tocó con una mano temblorosa el hombro izquierdo, lo cual hizo que ella se sobresaltara, como si hubiera estado sonámbula durante cada segundo que duró aquel incómodo silencio. Lo miró por un instante, giró sobre sus talones y se echó a correr hacia la puerta.

—¡¡Minerva!! —exclamó Scott Wilde, echándose a correr también.

Cuando salió a la calle, miró a todos lados.

Ya no había rastro alguno de ella, y eso que apenas había gente caminando por la calle porque muchos se habían refugiado de la llovizna que acababa de empezar.

Sintió que un sentimiento perturbador de tristeza, vacío y confusión en conjunto comenzaban a crearle nudos en el estómago. Si es que tenía hambre, esta se acababa de esfumarse por completo.

—Minerva... —murmuró él, con un amargo sabor en la boca.

Volvió de nuevo a la farmacia para comprar el jarabe para la tos y las aspirinas que necesitaba para su resfriado. Esperaba que el farmacéutico no le cuestionase por qué había perseguido a aquella mujer, no se sentía en condiciones para hablar o de lidiar con las miradas de los otros clientes que estaban en el mismo lugar.

Por fortuna, nada más ocurrió. Y concluida su visita a la farmacia, se dirigió a la tienda de víveres que estaba al otro lado de la calle.

Tal vez no compraría el periódico, no deseaba seguir afuera, el deseo de encerrarse en cuatro paredes se volvía cada vez más fuerte con cada paso que daba.

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