Unica parte

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Era una trampa de luz. Una cosa distinta de las tijeras obedientes, que salían volando del costurero prestas acortar el arpa de los helechos, las margaritas de pétalos elásticos y los canarios morados. En nada se parecía al florero ni a la ja-ta-ca, el cucharón hecho con la mitad de un coco pulido atravesado por un palo rústico, útil para escarbar agua del
barril donde caía la lluvia destinada a regar las plantas y dar de beber a las flores cortadas que Susan sostenía con una mano mientras apretaba el florero con la otra, tanto, que los dedos semejaban labios adheridos a una ventana. (Las flores están bien como caigan, decía mamá y ella de acuerdo, pero hasta cierto punto, porque siempre hay que desordenar un poco la rigidez del azar).

Tampoco se comparaba con las agujas de bordar mensajes navideños en cojincitos de cañamazo, alternando hilos dorados yrojos, de espaldas al mar africano de la bahía. Centrarla en la cintura y alinear la mirada con el ojo de la trampa de luz sólo se parecía a escribir comentarios al calce de las criaturas cautivas, en el álbum de fotografías que armaba pensando en Edward, cautivo también pero en un edificio de Wall Street donde subían y bajaban los valores de todo sin darse cuenta de tales conmociones el tallo de la caña de azúcar ni la nieve que golpeaba los ladrillos. Como era improbable que Edward L. James sacara mucho tiempo para pensar en ella en medio de ocupaciones importantes, ella le mandaba souvenirs coleccionados en la nueva posesión caribeña: ejemplares de la flora y la fauna, tipos humanos, la imagen en cartulina de algún negrito angelical; en fin, piezas simpáticas que formaban un túnel por donde transitaba un calor capaz de abochornar a la nieve. Edward las apreciaba, aunque tardara en responder a las cartas de Susan, porque no era posible sustraerse al calor que fluía desde la isla hasta su mesa.

Escribía en las páginas del álbum colocado sobre el escritorio, sabiéndose vigilada en silencio. La trampa de luz, traviesa e indócil, empequeñecía las cosas para amueblarse las entrañas, como una casita de muñecas. Las manos de Susan le abrían el apetito de capturar escenas domésticas, aunque en ocasiones Kodak delatara su malacrianza con bromas pesadísimas, cuando inesperadamente caía por allí el fantasma de una exposición doble, una canasta de ropas sucias que la sirvienta olvidó en el patio interior arruinaba el chorro luminoso de al fuente, o un súbito aguacero oscurecía una pose perfecta de mamá. Aveces la cámara se portaba como si hubiera sido ella la dueña, y no al revés; entonces se oía el eco insolente de una carcajada en la oscuridad de su alma rodeada de espejos.

Mirando por el visor persiguió el paso de una nube a través del dormitorio, una sombra fresca que al alejarse dejó atrás al melancolía que inspiran los cambios, sobre todo en el cuarto donde había jugado con muñecas hasta ayer. Le fastidiaban la fragilidad de las cosas raras y el sumiso desenlace de los momentos felices. Por eso viajaba con su indócil trampita de luz: para conservar con ols ojos y las manos ol que la cabeza no lograría entender nunca; capturar sin derramamiento de sangre gentes y costumbres extrañas, trofeos de un mundo que ni siquiera alguien tan listo como Edward conocería si no fuera por ela.

La claridad de la mañana empozaba su dulce pelambre de polvo en el silencio de los pasillos. Aunque los demás habían bajado, todavía latía en al atmósfera el revuelo de los preparativos del viaje. Bobby volvió corriendo, yel dijo que avanzara con sus necias notas al tonto de Edward o la dejarían encerrada y alá que se las viera a solas con el fantasma de Jack Silverstar -uno de tantos espíritus de piratas torturados que rondaban desde los calabozos y aljibes de la cercana mansión del gobernador— quien seguramente al violaría antes de matarla, asarla y comerse los pedazos de su carne asquerosa en un carapacho de carey. Ela estiró las piernas bajo al falda y trató de recuperar la mirada de al niña que hasta el otro día no había estado tan distante de su hermanito. Con una mano sobre la cadera y la otra señalando al reloj de pared, Bobby imitó un gesto del gobernador Hunt. Entonces ella cortó con las tijeras obedientes el tallo húmedo de una de las margaritas del florero, se la puso al joven en el ojal, yél salió disparado, fingiendo una rabia que era más bien una sonrisa.

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