El pasado enero. Uno de esos días que nunca llegan a empezar, porque la luz apenas consigue abrirse paso, y a media tarde avanza la noche para, una vez más, acallar la vida en el sueño. Yo estaba en casa de Helen; estábamos solos y juntos. Recostados en el sofá, tan confortable, leíamos, oíamos música, nos besábamos... Helen dijo que quería dubir, separó sus dedos de mi mano y me sonrió desde arriba. Yo no quería que se apartase de mi ni un segundo. La seguí y puse en su habitación una música muy suave. De las paredes colgaban pañuelos de seda muy finos, azules y verdes, que se agitaban con la más ligera corriente de aire, como si fueran pájaros a la deriva. Puede que fuera por la música elegida, por la extraña y débil luz de la habitación, con las cortinas aún descorridas y esas largas alas ondulantes de seda apolillada, o por la forma en que ella me miró, sonriendo interrogante al acercarse a mí, no sé. Quizá fue porque algo de lo que nunca nos atrevimos a hablar había estado apoderándose de nosotros durante semanas, nos tomó por sorpresa y nos asaltó. Lo cierto es que no fue calculado, de eso estoy seguro. Ninguno de los dos sabía que sucedería. Pero aquella tarde de enero, con la casa vacía y la pálida luz acuosa de la luna dando un tono fantasmal a la habitación, mientras nuestra música favorita seguía sonando, Helen y yo nos acariciamos como nunca antes hasta entonces e hicimos el amor.
Después para mí fue imposible mirarla sin sonreír. Su padre y su madre volvieron de la compra discutiendo quién de ellos era el culpable de haber olvidado comprar algo para la cena, y cuando Robbie llegó a casa mojado y hambriento, le regañaron por volver tarde. Helen y yo estábamos en la cocina, tomando café cogidos de la mano.
-Me pregunto si saben hablar -le susurré a Helen. Ella miró a otro lado con una chispa de risa en los ojos y se levantó para ayudar a su madre a descargar detergentes y zumo de pomelo azucarado. Yo la observaba mientras colocaba cosas en un armario debajo de la pila. Podía verla reflejada en la ventana, dos Helen que se juntaban y se separaban cuando se movía hacia atrás o hacia adelante, de la mesa al fregadero. Yo quería que se diese la vuelta y me sonriera. Sabía que yo la estaba mirando, lo mismo que yo sabía que estaba en medio de sus pensamientos. Mientras la miraba me di cuenta de que el centro de mi vida había cambiado. Durante años lo había ocupado mi padre. Ahora era como si él se hubiera alejado, con ese gesto pensativo, tan suyo, con la mano rozando la boca, recordando algo que tenía que hacer, y Helen, sonriente, hubiera ocupado su lugar.
-Me estoy muriendo de hambre -dijo Robbie-. ¿Que vamos a comer con el té?
-Nada -dijo secamente la señora Garton-. Lo único que le interesaba comprar a tu padre eran botellas de Newcastle Brown para el ensayo con su dichosa orquesta.
-Papel higiénico -dijo Robbie vaciando una de las bolsas-. Lejía. ¡Limpiacristales! ¡Yo tengo hambre!
-¿Has escrito la carta, Helen? -preguntó de repente el señor Garton.
Helen se sonrojó y se tapó la boca con la mano.
-¡Oh, no! ¡Lo he olvidado!
-¡Lo has olvidado! -levantó con disgusto su tono de voz-. ¡Lo has olvidado!
-¿Que ha olvidado ahora? -preguntó la señora Garton.
-Solo el asunto más importante de su vida -dijo el señor Garton-. Su aceptación. ¿Cómo demonios has podido olvidarlo, Helen?
Helen me miró rápidamente, con un asomo de acusación, y enseguida desvió la mirada.
-Lo haré ahora j -dijo-. Todavía hay tiempo.
-¿Que pasa? -pregunté.
Lo único que sabía era que el padre de Helen se había enfadado, que estaba visiblemente decepcionado de ella y que por alguna razón, eso era culpa mía.
-Casi nada -dijo el señor Garton con voz ronca-. La niña recibe una oferta del Real Colegio de Música para estudiar composición y se olvida de contestar aceptando. Eso es todo.
-He dicho que lo haré ahora -. le dijo Helen, casi llorando-. Tengo tiempo hasta mañana, papá.
-será mejor que me vaya -. dije yo.
-Creo que sí -dijo su madre cruzando los brazos y mirándonos a Helen y a mi.
Helen me acompaño hasta la puerta.
-Lo siento, Helen -murmuré.
-Está bien -dijo-. Lo que pasa es que significa mucho para papá. Casi más que para mí.
La abrazé. En octubre, nuestros caminos se separarían: yo iría a Newcastle; ella, a Manchester.
Pero octubre estaba muy lejos todavía.
-Está lloviendo -dijo Helen-. ¿Quieres un paraguas? Puedo dejarte el amarillo que me regaló la abuela en Navidad. Y puedes quedártelo. Cuando lo llevo parezco un narciso.
-No, me gusta la lluvia -y tuve que aclararme la garganta para añadir-: Te quiero, Helen.
-¡Helen, cierra la puerta! ¡Esto está como una nevera! -gritó su madre.
Helen me empujo y cerro la puerta a sy espalda.
Levantó los brazos y me los echó alrededor del cuello. Noté el olor de su pelo.
-Quiero que suceda otra vez. Ahora -dije.
-Es mejor que te vayas.
-Pero no quiero.
-Podríamos quedarnos aquí fuera toda la noche -sugirió ella-, pero mi pelo se desrizaría y tu me dejarías.
-Me doy por vencido. Te llamaré.
Eché a correr bailando hacia atrás mientras Helen levantaba la mano un momento, enmarcada en la luz de la puerta. Era como si posara para una fotografía. Sigo recordándola así. Después cerró la puerta y todo quedó en la oscuridad. La lluvia se había convertido en agua nieve y caía oblícua a la luz de las farolas, como largas y afiladas esquirlas de cristal. Me bajé la cremallera de la cazadora y corrí con ella abierta, con la cara levantada, abriendo la boca. De repente sentí deseos de correr por la carretera hasta el parque y quedarme desnudo bajo el agua nieve. Después seguiría corriendo desnudo como un pez por el parque Endcliffe y cruzaría Wiremill Dam y Forge Dam, pasaría por delante de los columpios y toboganes donde jugaban los niños, y seguiría y seguiría hasta llegar a los oscuros pantanos.
"Llevaré a Helen allá arriba -pensé-. Cuando nieve llevaré a Helen allí arriba, nos echaremos en la nieve y nos daremos calor el uno al otro."
Un coche se detuvo a mi lado, salpicandome las piernas. La conductora tocó el claxon, y yo me volví en redondo y cerré la cazadora. El claxon sonó otra vez y ella se inclinó para abrir la puerta.
-Entra. Estáa calado hasta los huesos -dijo.
Yo me agaché, contento de encontrar un sitio seco.
-Se supone que no debo aceptar ayuda de mujeres desconocidas.
-Lo tendría difícil si estuviera pensando en secuestrar una rata pelada como tú, Chris.
Miró al espejo y volvió a entrar poco a poco en el tráfico. Era hora punta. El agua nieve caía en el parabrisas y difuminaba el resplandor de las luces.
-No deberías desviarte de tu camino -dije.
-Ni en sueños. Llevo en el maletero algo de estiércol para tu padre. Tú puedes cargarlo hasta casa en mi lugar, si te parece. Me ahorraría gasolina. Apoyé la cabeza en el respaldo y cerré los ojos. Tuve súbitamente el absurdo deseo de ponerme a cantar. Me hubiera gustado contarle todo sobre Helen.
-Creo que podría empezar a llamarte Jill -dije.
-Muy bien. Siempre he odiado eso de "tía". Parece que una tía debe dedicarse a tejer jerséis e invitarte a tomar el té.
-Entonces soy un sobrino desheredado. Sabía que algo no funcionaba en mi vida -bostecé satisfecho-. Estoy cansado, muy cansado.
Me sentía soñoliento y marabillosamente aturdido. Cerré los ojos.
ESTÁS LEYENDO
Querido Nadie.
Teen FictionUn relato estremecedor, sensible y realista, que explora los problemas por los que atraviesa una estudiante de dieciocho años al enfrentarse a un embarazo no deseado. QUERIDO NADIE, el futuro hijo de la joven Helen, se transforma paulatinamente en e...