Después del infierno

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No entraron a mis pesadillas, pero abrazaron la tempestad de adentro. Se fundieron en ella y se transformaron en mi amada calma. No estaba soñando.

La delgada figura de Nolan se acercó tímidamente al mostrador

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La delgada figura de Nolan se acercó tímidamente al mostrador. Le susurró un "disculpe" al oficinista. Este no quitó su mirada de la computadora y su oído se limitó a escuchar a la mujer frente suyo, que reclamaba las afirmaciones escritas en el infinito papel que zarandeaba.

—Disculpe, señor... —Nolan leyó con dificultad la placa dorada del hombre— Disculpe, Señor Mitzie.

El susodicho alzó la mirada y leyó la placa que Nolan había leído: confirmó que se llamara Señor Mitzie. Tanto trabajo había hecho que olvidase su nombre. La desesperada mujer, que ya lloraba a mares, no notó la presencia de Nolan ni el cambio de actitud del oficinista. Continuó reclamando detrás del mostrador, parada sobre sus tacones de punta de aguja y con una mano en la cadera. Señalaba puntos específicos, explicaba por qué y para quién había cometido esos delitos. "Nadie es un santo, caballero", le repetía después de justificar sus acciones de vida. "Hasta la persona más acomodada de este puto mundo humano debe cometer uno que otro pecadito". Nolan, quien sí la escuchaba atentamente, se preguntó qué clase de palabras eran las que se encontraban en ese larguísimo papel.

El pálido rostro del Señor Mitzie no cargaba ni una sola arruga, aunque sí un pesado semblante de cansancio y angustia. Parecía que no le gustaba su trabajo pese a que estaba condenado a hacerlo. Con unos ojos bien abiertos y una sonrisa estirada, observó a la quejumbrosa mujer. Esta, muy sumergida en sus quejas, no se fijó en la errática expresión del secretario. Ni siquiera paró su flujo de peros cuando el anciano con apariencia de joven golpeó repetidas veces su escritorio con la palma de una mano y carraspeó para aclararse la garganta. Pasó saliva, imaginando que era agua. En ese lugar, no existía el agua.

— ¿Qué se le ofrece? —hablaba como el viejo que era. A Nolan le asustó el hecho de que se viera igual de joven que él— ¿Necesita algo?

—La Señorita Hebe me ha informado que uno de ustedes me puede entregar mi Historial de Vida.

El Señor Mitzie chasqueó la lengua, agotado de su trabajo. Escribió algo en la computadora, luego imprimió un diminuto papel y se lo extendió. La mujer que se quejaba comenzó a gritar que debía de haber una equivocación con el veredicto final. Se negaba a creer lo que le estaba pasando.

— ¿Sí ve las pantallas? —señaló hacia el pasillo: al final de este, casi en el umbral, se divisaban múltiples pantallas de quince pulgadas que creaban una gigantesca. En medio de su fondo negro, marcaba "turno: 2024. Caja: 45"— Ahí verá su turno. Cuando le toque, vaya a la caja que marque la pantalla. Debe estar atento al cambio o perderá el turno.

Volvió a la computadora y a ignorar a la histérica mujer. Nolan asintió y le agradeció al oficinista. Bajó la mirada a sus temblorosas manos, quiso desmayarse al descubrir que faltaban más de dos mil turnos para que le tocase. Suspiró, más asustado que desesperado por la próxima espera. Caminó por el largo pasillo, duró más de una semana (o le pareció) en llegar a la sala de espera, ya que la caja del Señor Mitzie era la primera que se encontraba al frente de la entrada, a unos pocos kilómetros de la recepción, donde la Señorita Hebe le había indicado dónde ir. "Sigue derecho hasta que encuentres un pasillo ancho con gente muerta trabajando en cajas feas", le había informado. En cuanto al término gente muerta, Nolan había creído que se encontraría con esqueletos energéticos, como los fiambres de las películas animadas de Tim Burton o la icónica película de Coco. Se había llevado una gran sorpresa al encontrarse con personas de carne y hueso uniformadas, tecleando en computadores de mesa y atendiendo otras personas de carne y hueso conmocionadas. Todos eran seres vivos aún.

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