El sol brillaba con fuerza a aquellas horas de la mañana. Una brisa suave movía las copas violáceas de los jacarandás mientras algunos pájaros derramaban sus monótonos trinos para abrir luego las alas e irse.
«Hasta ellos se van», pensó Fran con tristeza. Los amigos lo abrazaban, le hablaban. Poco entendía de lo que decían. Tenía la cabeza embotada y los sentidos aletargados. El aire era una mezcla de jazmines frescos y flores muertas. Le pesaban los párpados. Tenía un hueco en el fondo del pecho y una trabazón en la garganta que le impedía hablar. Abría la boca y, lo que salía, era llanto. Inconsolable.
No quiso misa. Aunque sí hubo cura: Fabio, amigo de todos, comprensivo de sus miserias y sus recelos. Después de todo eran gente queer. La iglesia se llevaba poco con ellos.
Cuando al fin se dio por finalizada la ceremonia, acompañó al séquito hasta la fosa. La última parada de Paulo. Su Pola. Nada más se podía hacer.
Quería irse, salir corriendo. Despertar de una vez por todas de aquella pesadilla. Sin embargo sus piernas no respondieron. Sus brazos no se elevaron. Quedó clavado allí, con los sepultureros que apaleaban tierra. Alguien lo tomó por los hombros.
—Vámonos.
Se negó. El otro, o los otros, porque no veía ni escuchaba nada, no encontraron forma de moverlo.
—No podemos dejarte solo, acá —le dijeron.
Les hizo saber que estaría bien, que necesitaba quedarse un rato más. Y se sentó en un pedacito de césped a observar a los hombres, silenciosos, terminar el trabajo.
Una vez colocada la capa de cemento y ubicada, con cuidado, la lápida, se fueron, no sin antes mirarlo con pena. Estaba acostumbrado a que lo vieran así; sólo que la pena de estos hombres era distinta. Era la pena con que se mira al que le falta un pedazo; no al «marica» o al que tiene la piel color chocolate. Era una pena piadosa. Serena. Amigable.
—Mi Pola... —susurró cuando quedó solo—. ¿Qué voy a hacer sin ti?
Sonrió con el rostro bañado en lágrimas. No hacía una semana que le había hecho la misma pregunta a Paulo.
—¡Ser feliz, marica! —había respondido él—. ¡Vivir! ¡En cuanto notes que no tengo pulso, quiero que entiendas lo corto que es todo! Que no vale la pena hacerse problema por tonterías y que todo eso que dicen los manuales de autoayuda ¡es cierto! Un buen día, cuando quieres acordar, ¡puf!, ya no estás. Así que espero que, cuando muera, no andes llorando por los rincones como marica viuda y sin esperanzas. Quiero que te limpies los mocos y te pongas a bailar, que es lo que sabes. Y montes un espectáculo en mi nombre... ¡Oye! ¿Qué tal: «Lucrecia Ball: la vida de una drag, de las de antes»? ¿No es un buen título para un espectáculo? Ahí cuentas mi vida, que es un poco la vida de todas nosotras, ¿verdad? La discriminación en la escuela, el rechazo familiar, la salida del armario y todo eso. Y luego... ¡chan! El despliegue de alas, la conquista de derechos, el no dejarse pisotear por nadie, etcétera, etcétera, hasta llegar a mi reinado en el Regina y en otros tantos teatros y pubs donde presenté mi espectáculo. ¿No es una gran idea? Bueno, si no te gusta puedes hacer otra cosa. Puedes viajar y conocer a tu futuro marido. Porque digo yo que algún día tendrás que casarte, ¿verdad? No me gustaría que te quedaras solterona para siempre. Tú no, amiga. Tú no.
Alguien apoyó un ramo de rosas sobre la tumba.
—El cemento aún está fresco —murmuró Fran mirando a la persona por encima de los lentes oscuros. Sonrió al reconocer a Emilio—. Les dije que quiero estar solo —rezongó, levantándose.
—La mayoría se fue —respondió el otro—, algunos quedamos esperándote en la entrada... Decidí venir a ver cómo estás y, de paso, probar si se secó el cemento, que hay un montón de flores y coronas esperando —Señaló a un costado. En efecto, la funeraria había acomodado los arreglos y ofrendas del tanatorio en una de las vereditas.
—¡Uf! —suspiró Fran—. Bien, ayúdame, pongamos todo en los laterales, aunque con el calor que hace, creo que ya estará seco. Gracias por haber venido por mí. —Y se echó a llorar con tanta amargura que Emilio se acercó y lo abrazó. Por primera vez, no le importó si alguien estaba viendo.
Así, abrazados, fueron al encuentro de la familia. Aquella con la que tres días atrás habían celebrado la fiesta de fin de año tal como la quería Paulo: con música, bailando, cantando, haciendo bromas y diciéndole a todos aquellos amigos, a todos los que habían ido a despedirlo, lo feliz que lo habían hecho durante los últimos veinte años. Agradeciéndoles a cada uno por estar a su lado hasta el final.
Y es que en verdad eran una familia, la familia escogida, el abrigo, el pañuelo, el abrazo, el silencio, la oreja y la palabra de aliento.
«Haz el show y hazlo con nuestra canción. Resistiré. Siempre».
Fran no tenía idea de cómo lo haría, ni con qué fuerzas. Ni cuándo. Pero se prometió hacerlo lo antes posible. Antes de que Paulo terminara de irse. Porque aún estaba. Podía sentirlo. Podía olerlo.
Y, como si realmente estuviera ahí, dirigiéndolos, el espectáculo salió rápido, se escribió rápido, se coreografió rápido. Con la ayuda de todos, resultó más fácil. Ya vendría el tiempo de montar la escuela de danza y de pasar página. Ahora necesitaba bailar para él. Para su Pola.
La noche del estreno, con los nervios comiéndole las entrañas, llenaba de purpurina su piel caoba en el camerino. Al llevar la vista al espejo, lo vio, sonriente y feliz. Y él sonrió también con los ojos aguados.
«¡Estás hermosa, marica!». Como si lo escuchara, como si de verdad estuviera ahí.
—¡Gracias! —murmuró con voz quebrada—. ¡Nunca te olvidaré!
«¡Claro que no, si te he dejado una herencia más que considerable! Fuera de broma, marica, sabes que siempre estaré a tu lado. Jamás me iré del todo, así que pórtate bien. Y si te portas mal, hazlo siempre por mí».
Fran sonrió. Contuvo como pudo las lágrimas que amenazaban con hacer desastre en el maquillaje.
—¡Cinco minutos! —gritó alguien. Clavó los ojos en el espejo. El áurea de Pola estaba allí, dándole fuerzas.
Dos golpecitos lo sorprendieron.
—¡Pase! —gritó. Era Emilio, que abrió muy grandes sus ojos asombrados—. Nunca me habías visto tan brillante, ¿verdad? —preguntó Fran con cierta ternura.
—No. Ni con esa... ¿ropa?
Esta vez largó una carcajada.
—Sí, es ropa. Es un body color piel, ¿no lo ves? Toca, ven. —El muchacho se acercó despacio y pellizcó la tela. Fran lo abrazó por la cintura y lo atrajo hacia sí. Con los tacos, quedaba mucho más alto—. ¡Toca sin miedo, «marica»!
—¡Al escenario todos! ¡En dos salimos!
No lo besó porque tenía la boca embardunada con labial color plata. Pero lo tomó de la mano y caminó con él hacia bambalinas.
«¿Lo ves, Polita? Puedes estar muy tranquila que mi mecánico y yo, hemos formalizado».
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La carrera Queer
General Fiction✔Ficción general. Cuentos para el concurso «La carrera Queer». **ANTOLOGÍA GANADORA**