El palacio era un completo caos, los sirvientes corrieron por los pasillos y se escuchaban murmullos por doquier, pero si te acercabas a la habitación de la reina, escuchabas llantos y lamentos de ella.
Aquella mujer que reinaba en el Pueblo Esmeralda, la misma que era amada por todos y que siempre traía una sonrisa en su rostro, ese mismo rostro que ahora solo producía muecas de dolor, estaba en labor de parto. El médico estaba junto a ella, al igual que las parteras y las sirvientas.
- No voy a poder, Christopher –exclamó apenas, el susodicho limpió su frente con un pañuelo.
- Claro que sí, Letizia. No dudes de ti misma.
Letizia llevaba en trabajo de parto desde hace horas, había iniciado apenas apareció la luna llena y ya era mediodía. Llevaba pujando desde hace minutos, todos los espectadores y ansiosos por el bienestar de aquel bebé que parecía no querer nacer.
- La veo, veo al bebé, Reina. Solo regáleme un empujón más.
Con sus ojos azules observar los grises de su pareja, Christopher había decidido no separarse de ella en ningún momento de su embarazo y mucho menos en este importante momento para ambos; así que agarró la mano de su mujer y besó sus nudillos sin romper el contacto visual, alentándola. Ella sintió y con un grito desgarrador que puso de piel de gallina a todos en la habitación pujó por última vez y a los segundos se hoyó el llanto de un bebé.
La pareja de enamorados se miró, el rey se levantó de sus rodillas y se acercó cuando se le entregó al bebé.
- Felicidades, su majestad. Es una hermosa niña.
Christopher miró a la pequeña en sus brazos y le regaló una de sus mejores sonrisas.
- Letizia, deberías verla.
Pero al no recibir respuesta miró en dirección de su mujer, aquella que estaba pálida y parecía ser capturada por un profundo sueño. Horrorizado, Chris entregó a su hija a una sirvienta y se acercó a zancadas a ella, negando entre gritos que no le haga esto. El médico se acercó e hizo todas sus maniobras para intentar salvarla, pero por más que intentaba, no había vuelta atrás, se alejó lentamente del cuerpo de la reina y, apenado, miró al rey.
- Lo lamento, su majestad.
Confundido miró al viejo y luego a Letizia, ¿Cómo puede ser que hace minutos atrás ella le dio una de sus mejores sonrisas? ¿Cómo puede ser si ayer estaban en la cama abrazados pensando en los posibles nombres que le pondrían a su bebé? Negado, abrazó el cuerpo del amor de su vida y la apretó contra su pecho.
Pasaron los minutos y debía alejarse de ella, pero cómo podría si su cuerpo seguía tibio, miró su rostro y parecía estar simplemente dormida. Sonrió y apartó el mechón molesto de su rostro, mirándola a través de ojos grises llenos de lágrimas y con la voz casi cortada y rasposa musitó:
- No te preocupes, amor. Yo la cuido.
Y así fue, Christopher se convirtió en aquel amoroso padre de su pequeña Victoria. Si le preguntamos las sirvientas chusmas, ellas dirían que el rey era un padre excelente; si le preguntamos al mayordomo de su majestad, diría que desde el fallecimiento de la reina el rey cada día estaba más ojeroso y que cada noche lo veía por mirar su balcón hacía aquel patio que tanto amaba Letizia, diría que había momentos donde consolaba al rey , donde le decía que tenía una razón para vivir: su hija, que no deje de vivir y que le enseñe todo lo que sabe a aquella pequeña, si tuviera que decir algo el mayordomo diría que varios momentos él tuvo que tomar el rol de padre para la pequeña Victoria que se preguntaba por qué su padre no la quería ver y él solo decía que estaba muy cansado, cuando en realidad la razón es que la niña era idéntica a Letizia y cada vez que Christopher la veía quería llorar; Si le preguntamos a la Victoria de cinco años de edad... diría que tuvo buenos momentos con su padre, que él era su todo y que lo amaba, pero jamás supo por qué no la miraba a los ojos.
Con el tiempo Victoria supo la verdad del por qué, ya que un día, a sus diez años de edad, correteaba riéndose de las preocupadas sirvientas. Se escondió en aquel patio lleno de flores y justo en ese momento pasaron dos mujeres.
- ¿Cómo está su majestad? Escuche que enfermó.
- Él está enfermo desde que la reina falleció, Carlota. Jamás pudo superar su muerte.
- Me da pena la pobre princesa, si supiera que su padre jamás la visita por ser idéntica a esa sucia ramera –Escupió con veneno y la otra soltó una carcajada-.
- ¿Aún no superas tu flechazo por su majestad? Deberías superarlo. Aunque me da pena la niña, siempre lo espera cada noche y en momentos nos pregunta sobre él.
Victoria salió corriendo de su escondite tapándose los ojos con su antebrazo, conteniendo sus lágrimas que provocaron las palabras de esas mujeres, pero no pudo ir muy lejos al chocar con alguien.
- ¿Qué pasa, princesa? –Era su mayordomo.
Ella solo se echó a llorar y él, confundido, la calmaba.
Con el paso de los años aquella sonrisa pícara y actitudes traviesas habían desaparecido, pues estaba muy ocupada con tantas clases y queriendo ser lo mejor para su padre, aquel él ni la miraba, no importaba. Para Victoria, ella estaba rodeada de sus amigos, aquellos nobles que consideraban sus amigos y las sirvientas selectivas que tenía. Ella no sentía soledad.
Hasta que creció.
Aquellos amigos que consideraban como tal no eran más que unos falsos y sus sirvientas unas lenguas largas, aquellos que se atrevían a levantarle una mano, a sus quince años de edad, las sentenciaba a la hoguera. En busca de la atención de su padre como sea, se convirtió en la mejor cazando, se aprendió muchísimos libros sobre la historia de su pueblo y los cercanos, siendo la mejor en casi todo lo que hacía. Menos en sonreír o mostrar alguna expresión en su hermoso rostro.
Una noche, mientras que la princesa adulta leía uno de sus libros favoritos, tocaron la puerta.
-Adelante.
Aquel mayordomo canoso, que estuvo desde su nacimiento hasta ahora ingresó a su habitación y ella ni siquiera lo miró.
- Es su padre, princesa.
Solo necesitó eso para mirarle con una ceja alzada y cerró su libro, lo colocó en su escritorio y se acercó a él.
- Llévame con su majestad.
La salud de Christopher había empeorado a través de los años y parecía ser que esta sería su última noche con vida.
Victoria ingresó a la habitación del rey con el hombre atrás, miró a su padre en silencio hasta que sus miradas se encontraron. Su corazón palpitó con fuerza, atontada por aquel brillo y nostalgia con el que era observada.
- ¿Letizia, eres tú? –Preguntó Christopher con su voz ronca y apagada.
La princesa hizo una mueca de gracia y miró hacia otro lado, ¿por qué se ilusionaba? Hace tiempo él dejó de ser su padre.
- No, Su Majestad. Ella es Victoria, su hija.
Albert, su mayordomo, se encontraba sumamente nervioso por la reacción que podría tener Victoria.
Christopher aún después de haberse confundido, no despegaba su mirada de ella y le pidió que se acercara, así fue, Victoria se sentó en el borde la cama y lo observó. Él le agarró su mano y ella ni siquiera se inmutó.
- Serás una gran reina, estoy seguro que serás la mejor. No dejes que nadie te pisotee, debes dar lo mejor de ti misma.
La mujer le miró incrédula, ella siempre estuvo más que preparada para convertirse en la que reinara el Pueblo Esmeralda, no había que volver a mencionarlo. Aún así, acercándonos a su petición.
- Daré lo mejor de mí.
Quizás eso fue lo último que quería decir o quizás no, pero apenas terminó de hablar, la miró, sonrió y cerró sus ojos. Victoria lo observó en silencio.
Ella no podría jamás juzgarlo, cuando era pequeña no comprendía el dolor de su padre y lloraba casi todas las noches, pero ahora con sus veinte años de edad, comprendía el dolor que él sentía y, muy en el fondo de su ser, anhelaba tener. una historia de amor tan preciosa como la de sus padres.
Apartó la mano de la de su padre ya muerto y sin mirar atrás salió de la habitación.
Hay un reino que director y ella no tenía tiempo para lamentos, ella no tenía por qué lamentar. Ella estuvo sola y siempre lo estará.
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La Calidez de las Espinas.
Romance"Soledad" era la mejor definición de lo que sintió toda su vida, aún cuando el palacio permanecía en constante movimiento, pero no siempre fue así, hubo un tiempo donde consideró que la soledad no existía, aunque la terminó consumiendo. - "Serás un...