UNO

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Los fantasmas no existen. ¿O sí?
La experiencia nos confirma la evidencia de su naturaleza ficticia: nadie a podido comprobar de forma convincente su pertenencia al plano de lo real.
Sin embargo, hoy apelo a la complicidad de quien lea estas páginas: no podrás entender la historia que sigue si, al menos, no crees mínimamente en su existencia. Si no es así, resultará inútil que continúes leyendo.
Yo misma, si hubiese encontrado este comienzo al principio de un libro unos meses atrás, lo habría cerrado en la primera página y lo habría devuelto a la biblioteca. O se lo habría regalado a mi prima Marina, tan aficionada a las novelas de jóvenes magos y de adolescentes vampiros, cuyas peripecias me han resultado siempre tan absurdas como prescindibles.
Pero nada es igual que hace unos meses, ni yo misma lo soy ni el mundo que me rodea. Ahora sé que no es más que un decorado ficticio, bajo el cual palpita lo que no se deja ver; algo que se presiente y, a veces, se nos presenta como si los espejismos hubiesen saltado al otro lado de sus reflejos.
Así interrumpió en mi presente el espectro de una habitación del pasado, arrastrando hacia mí y en tropel a un ejército de sombras que se convirtieron en mis peores pesadillas.
Los recuerdos se me agolpan hoy sin orden ni concierto. Las notas que fui tomando desde que comprendí que aquella experiencia demoledora podía acabar difuminándose en el olvido tienen un preludio que aún me cuesta ordenar. Qué ocurrió antes y qué después, ya no importa. Lo cierto e importante fue que sucedió, más o menos como lo cuento. Por mucho que se quisiera es imposible reproducir fidedignamente los hechos pasados, siempre añadiremos algún detalle que no estaba u omitiremos una frase que para siempre quedará oculta en el tiempo. Solo la realidad es la verdad absoluta; lo demás, lo narrado, no deja de ser ficción.

Mis recuerdos borrosos se desdibujaban pero no dejo de relacionar el pistoletazo de partida de mi desazón con la noche en que mi hermana Carmen gimoteaba en su habitación a las tantas porque no se sabía la lección de Literatura. Podría asegurar que la escena ocurrió la noche antes de escuchar por primera vez aquella voz: «Ayúdame a recordar». La primera piedra de la enorme torre que se fue construyendo en mi vida la puso mi hermana una noche de invierno.
Mi padre se acercó a la cocina, ese día me tocaba a mí fregar los platos de la cena, y usó su tono más condescendiente:

-Tu hermana está llorando, dice que no se sabe no sé que lección. ¿Por qué no vas y se la cuentas tú?

Dijo «se la cuentas», no «se la explicas». Parecía que la niña esperaba el cuento para irse a dormir, daba igual que la historia no hablase de hadas y príncipes sino de escritores muertos hace siglos.
La encontré metida dentro de la cama, con los ojos brillando de lágrimas de cocodrilo, solo para darme pena. Se había pasado la tarde jugando a baloncesto, chateando con sus amigas y viendo en la tele una absurda serie de adolescentes descerebrados. Mi hermana no necesitaba estudiar demasiado, gozaba de una memoria prodigiosa y le bastaba con escuchar y poco más. Una suerte que yo no poseía.
Me senté sobre la cama sin decir nada, a la espera de sus exigencias.
-No me sé Garcilaso de la Vega y mañana seguro que me pregunta el profe. Es que no lo ha explicado. -protestó-. Si lo hubiese hecho me lo sabría, no es justo.

-¿No es justo? -solté-. Pero que morro tienes. Lo que no es justo es que tenga que venir yo a explicarte la lección que a ti no te ha dado la gana de estudiar. Estás en tercero y deberías de tomártelo en serio...

-Venga, no te enfades conmigo.
-Me abrazó, sabe que no puedo resistir a sus zalamerías-. ¡Si tú lo cuentas mejor que nadie!

Y dicho esto, se arrebujó entre las mantas a la espera de mi relato. Las lágrimas habían desaparecido. Lo dicho: una niña a la espera del cuento.
Eché un vistazo a las páginas del libro, recordaba bien el tema, aún conservaba las anotaciones a lápiz que yo había añadido dos años atrás: «Enamorado de Isabel Freire, a su muerte le escribe emocionados versos». Nos lo había contado Jesús, el profesor que tuve ese curso, el mismo que tenía ella. Mi hermana no había tocado apenas el libro, no se percibía ni una huella suya, ni un nombre de más, ni un dibujo distraído. Casi no lo había abierto desde el mes de septiembre, estaba segura.
Le hablé de las gestas heroicas de Garcilaso, de su prematura muerte a los 33 años, de Isabel Freire, su amor imposible, y de las églogas que reflejó sus sentimientos frustrados. No pude evitar acabar leyéndole el soneto que aparecía al final de la lección: «¡Oh, dulces prendas por mi mal halladas...».

-Nadie lo cuenta como tú -me dijo emocionada, al borde de las lágrimas-.

Esta vez no parecían de cocodrilo, a mí también me habían sobrecogido los versos del poeta.

-Mañana me pondrán un sobresaliente, gracias.
Volvió a abrazarme.

-Pues a mí me suspenderán por dormirme en clase como no me acueste ya, que me tienes en vela hasta las tantas por culpa de tu irresponsabilidad.

-No te enfades conmigo. -puso un mohín exagerado-. Todavía vas a tener que ayudarme más, pero no hoy, no te apures.

-¿Más?

Me explotaba vilmente esta hermana mía.

-Tengo que preparar una exposición oral de un autor para dentro de unos meses, pero será la nota más importante del trimestre. Tienes que ayudarme.

-¿Y no puedes prepararlo tú solita?

-Sabes que no la Literatura es superior a mis fuerzas -suspiró.

-¿Y qué a autor tengo que prepararme? -me rendí, sabía que era inútil oponerse.

-Lope de Vega, tendré que hablar de Lope de Vega.

Ese fue el instante. Aún no lo podía sospechar pero aquel encargo con nombre propio marcaría el principio de mi desazón, de mi insomnio, de mi viaje al otro lado sin salir del barrio. Todavía no sé si agradecérselo u odiarla por ello.
Esa noche, yo todavía era inocente.

Después de dejar a Carmen medio dormida en su cuarto, me acerqué al salón a dar las buenas noches a mi padre. El humo del tabaco me recibió con una bocanada agria y él parecía sumido en la niebla.

-No deberías fumar tanto, aquí no hay quien entre -le reproché.

No me contestó, su gesto parecía decirme: «Pues no entres», pero se calló.

-Tampoco deberías acostarte tan tarde -insistí.

Me miró con tristeza sin decir nada. La noche anterior escuché cómo se iba a dormir a las tres de la madrugada. Pasaba las horas muertas delante del televisor, mirando cualquier cosa que echasen. Todo menos acostarse en una cama vacía desde que mi madre se marchó de casa. De eso hacía ya más de un año. Tiempo suficiente para echarla de menos pero no para olvidarla.
Me preguntaba si había hecho bien insistiendo en que mi hermana y yo nos quedásemos con él. No quise cambiar de barrio ni de instituto ni de amigos, no quise alejarme de Ricardo y, sobre todo, no quise dejar solo a mi padre. Debajo de esa capa de sarcasmo habita un adulto indefenso que perdería el sentido de la orientación si saliese demasiado tiempo de su tienda. Intuía que los años y la casa se le vendrían encima, como así fue, aunque comprobaba con impotencia cómo tampoco había servido nuestra presencia para ahuyentar su amargura.

Tuerto, maldito y enamorado.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora