Leo tanteaba la arboleda en busca de Elizabeth, aplastado por el puño que conformaban sus propios nervios. Bajo la luz de la noche, convertida en penumbra por las ramas y hojas de los árboles, la mera idea de encontrarla le causaba pavor. Ella repetía aquellas escapadas siempre que se iban de camping. «Déjala, ya volverá cuando le apetezca compañía» decían sus amigos, pero nunca entendieron que Liz no quería estar sola, sino que se sentía en soledad.
Ya empezaba a ver el risco entre la maleza. Leo no estaba asustado por la posibilidad de que le hubiera ocurrido algo malo; Elizabeth se conocía el bosque casi tan bien como las estrellas. Lo que le aterrorizaba era el reloj de bolsillo que oscilaba colgado de su dedo corazón, en el que destacaba un grabado de la constelación de Fénix. Le encantaban la astronomía y las antigüedades, ¡era el regalo de cumpleaños perfecto! Y excesivo. Notaría a leguas que estaba colado por ella.
En cuanto llegó al claro la encontró, sentada en el borde del acantilado con los ojos puestos en el firmamento. El cabello le caía hasta los hombros como una cascada de pétalos negros. En un espasmo, Leo guardó el reloj en su chaqueta. «Tranquilízate, habéis estado solos muchas veces, si olvidas ese puñetero reloj no tendría por qué ser diferente», pensó. Tuvo que suspirar mientras se daba ánimos; Elizabeth lo estaba mirando, con una sonrisa honesta que eclipsó al cielo y la tierra.
—¿Has venido a contemplar las estrellas? —preguntó ella, con la voz suave pero enérgica que la caracterizaba.
Leo asintió y Liz lo invitó a sentarse a su lado. Los nervios se esfumaron en cuanto estuvieron juntos.
—Sé que soy un disco rayado con este tema, que os aburren mis reflexiones —continuó diciendo—Y, aun así, no puedo quitármelo de la cabeza ni siquiera cuando os arrastro de acampada. Es como una melodía pegadiza que no te deja escapar.
—Si quieres cansarme, me temo que vas a tener que seguir intentándolo —respondió Leo, con un deje burlón que acercase aquel momento íntimo a la amistad, al terreno en el que se sentía cómodo.
Elizabeth se vistió con una sonrisa pícara y señaló al cielo. Cerró el ojo derecho, resaltando el lunar junto a sus párpados que parecía pintado por un artista.
—¿Ves las estrellas? En clase nos enseñan que el universo es enorme, por lo que tendrían que estar a todo tipo de distancias: algunas a un puñado de años luz de nosotros, mientras que otras estarían a tantas vidas luz que serían tus tataratataranietos los que llegasen.
—Somos motas de polvo en el felpudo de nuestra galaxia.
—No lo digo por eso, ¡es que no se comportan como deberían!
Leo arqueó una ceja. ¿A qué se referiría? Al girarse, Liz lo estaba mirando, con sus ojos verdes refulgiendo de ilusión. Parecía una detective emocionada por los misterios de su primer caso.
—Me explico: las estrellas no muestran movimientos de paralaje entre ellas, ¿sabes lo que eso significa?
—Liz, no sé ni lo que es el paralaje.
—Es la paralaje, aunque para el caso es el paralaje estelar, porque... —Elizabeth agitó la cabeza en negación—. Me pierdo en detalles que no vienen a cuento. Lo importante: conforme la Tierra se desplaza por su órbita, la posición relativa de las estrellas cambia. Este efecto difiere según la distancia, por lo que las estrellas cercanas tendrían que desplazarse respecto a las lejanas, pero he estado observando docenas de ellas... ¡y no ocurre! Eso significaría que todas las estrellas están a una distancia similar de nosotros.
Leo comprendió las implicaciones de lo que decía su amiga. La explicación, no tanto.
—Eso no tiene sentido. Va en contra de lo que hemos estudiado
—¡Lo sé! —respondió Liz emocionadísima—. Y eso no es lo más raro. No te he dicho la verdad al completo: una de las últimas estrellas que comprobé sí mostraba paralaje. Me desanimé. «Te has dejado llevar por un estudio sesgado», pensé. Y, aun así, al año siguiente volví a analizar la misma estrella. ¿Sabes lo que me encontré? —Comenzó a tamborilear con los dedos para generar expectación y susurró, como si fuera un secreto de estado—: nada, ninguna paralaje, contradiciendo lo que observé el año pasado. ¡La estrella tendría que haber viajado miles de años luz por arte de magia!
Su amiga le cogió de la mano en un arrebato de efusividad. Leo sintió que le martilleaba el pecho. Aunque le hubiera encantado contagiarse de aquella alegría, le surgían muchas dudas.
—¿Insinúas que el universo es una bóveda celeste que nos rodea como una bola de cristal? Los astrónomos se hubieran dado cuenta.
—No, pero sí creo que el cielo que vemos es falso. Piénsalo, hemos creado satélites y naves capaces de surcar el espacio, ¿por qué no se ha enviado ninguna sonda más allá del sistema Solar? ¿Y si tienen algo que ocultar?
Leo parpadeó a la velocidad del rayo.
—Es una teoría atrevida
Elizabeth ladeó la cabeza, posándola sobre el hombro.
—Crees que estoy loca, ¿verdad?
—¿Y quién no lo ha estado alguna vez? Me parece una locura, pero eres la persona más inteligente que conozco. Mi respuesta... es que continuemos hasta descubrirlo.
—¿Sabes? Esta es una de las cosas que más me gustan de ti: me escuchas. No importa lo obtusa que me proponga ser, siempre intentas comprenderme —Liz levantó la mirada hacia el firmamento, con la misma sonrisa que lo invitó a quedarse. Él la imitó con la misma naturalidad con la que se respira—. Quizás las estrellas son falsas, pero siguen siendo el escenario perfecto para un beso.
Lo soltó al aire, sin apartar los ojos del cielo. Los músculos de Leo se volvieron más rígidos que la piedra y lo transformaron en una estatua. ¿Había sido una indirecta o un comentario casual? ¿O una directa de las que pueden meterte una bofetada? Los labios del joven, convertidos en mármol, no pronunciaron sonido alguno. ¡No se había preparado mentalmente para aquella situación!
—Son bonitas, sí —respondió a destiempo. ¿Y si se hubiera lanzado para darse cuenta de que había malinterpretado sus palabras? Que incómoda la habría hecho sentir.
—Podría contemplarlas toda la noche —La sonrisa de Elizabeth adoptó un cariz melancólico—. Aunque creo que se ha hecho tarde, deberíamos volver con el resto.
—Claro.
El joven notó el último clavo del ataúd del amor, que él mismo había enterrado, empalar su cuerpo. Mientras ella se alejaba para perderse en la arboleda, palpó el reloj de bolsillo en su chaqueta. «No, el momento ha pasado»
—Un día podrías pasarte por mi casa y te enseño los cálculos—dijo su amiga mientras seguía marchándose, abandonando el cadáver de lo que pudo ser.
«No». Las oportunidades mágicas no existen; uno tiene que crearlas.
—¡Lis! —Leo sacó el regalo y dejó que la cadena oscilara en sus dedos—. Esto es para ti.
Cuando Elizabeth vio el reloj, sus ojos verdes brillaron como una aurora boreal y su expresión melancólica cambió por una mezcla de alegría y confusión.
—¡Oh, con la constelación de Fénix! Me encanta, no tendrías que haberte molestado.
Los nervios volvieron a tambalear el coraje de Leo.
—Sé que parece excesivo, pero he pillado una oferta y... —balbuceó.
En los rasgos de su amiga había desaparecido la confusión. Liz puso los ojos en blanco y sonrió antes de silenciarlo con un beso.
Mientras ocurría aquella escena, en los confines del sistema solar, un robot reparaba una minúscula grieta en el muro que lo separaba del resto de sistemas planetarios, que constituían los engranajes de la primera galaxia artificial del universo.
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El espejismo de las estrellas
Science FictionPequeño relato de ciencia ficción con tintes románticos