Allí, en aquel cálido sol y silencioso claro, consideró la idea de suicidarse.
En realidad, siempre supo que no viviría lo suficiente. Que encontraría prematura cuna en el fondo de un ataud, o simplemente su cuerpo se desvanecería sobre la amarga tierra oscura de aquel bosque. Suave, lento, olvidándose por completo de su insignificante existencia. Moriría joven, tal vez sin conocer las manos del amor, pero mirando a los ojos a la muerte, a la desdicha que su naturaleza le prometía fielmente.
No había nada que pudiera hacer, pensó, mientras levantaba apenas los bordes blanquecinos de su vestido de lino. Sus pies hicieron contacto con la cristalina agua, golpeando su sangre caliente con el helado líquido. Sí, era eso. Un alivio doloroso que calmaría lo que fuera que pasara dentro suyo. Un estado maldito, ajeno a toda palabra santa que lo condenaba a ser contrario a su destino como persona, como ser inferior a toda existencia humana.
—Perdóname, mi señor —susurró apenas, ni siquiera podía reconocer su propia voz, áspera, bajita—. Por lo que haré...
—¡JeongIn! —escuchó detrás suyo. El susodicho apenas volteó la mirada. La oscuridad vacía de sus ojos apenas vislumbraron aquel rostro pecoso, brillante, deformado por la reciente sorpresa de ver a su hermano mayor enterrándose en lo profundo de un claro. JeongIn sintió que el frío viento que soplaban los árboles le removían el flequillo largo, apenas obstaculizando la vista hacia sangre de su sangre—. JeongIn... ¿qué estás haciendo?
—Ya lo decidí —habló, no requería alzar la voz, puesto que el viento le llevaba su sentencia a los oídos ajenos—. Me mataré. Moriré aquí, Felix. Ni tus palabras ni nada en el mundo me quitarán ese deseo.
—No lo hagas —se apresuró a decir aquel, pálido como luz de luna—. Por favor, yo te quiero. Te quiero. No me hagas sufrir.
Lo miró. Ya siquiera sentía los pies, las piernas. El agua helada levantaba el vapor friolento de aquella madrugada. Los primeros rayos de luz definieron la sombra de JeongIn contra el agua, la orilla. Apenas desvió los ojos. Allí se veía grande, oscuro, a diferencia de lo que la realidad mostraba. Un joven delgado, pequeño, con apenas el peso suficiente para que los ajenos le miraran las caderas y juzgaran su capacidad de traer vida al mundo.
—Ese hombre... ¿él está aquí?
Lo vio presionar los labios. Una clara confirmación a su pregunta. JeongIn desvió la mirada al agua. Allá, en el fondo, no se veía nada más que oscuridad y eternidad. Calmo, suave, como si nada lo perjudicara en su inconmensurable grandeza. ¿Qué debía hacer? ¿Vivir por sus hermanos? ¿Tragar el deseo de acabar su vida por no volver desdichados a aquellos seres frágiles? JeongIn ya no percibía fuerza alguna para calmar aquella angustia nueva. Ya no resistía su lugar en aquel mundo, con su familia, a pesar del amor que tenía con sus pares, sus hermanos. Sabía que si él moría, todo recaería en ellos.
—Iré —murmuró, lo sintió dar algunos pasos con la intención de acercarse, pero su cuerpo se volvió rápidamente—. No. Déjame. Dile que estaré allí.
Felix no dijo nada, simplemente su presencia nuevamente se perdió entre los árboles. El azabache alzó la mirada a los rayos anaranjados de la mañana. Principio de mes, tras una luna llena que dio fin a su interminable calor de tres días. JeongIn levantó su vestido y retrocedió, sintiendo el peso de la tela mojada contra sus muslos.
Recorrió el sendero cubierto de grama y flores silvestres, rodeados de guirnaldas caseras, simples decoraciones que habían hecho de niños y que con el tiempo perdieron color. A lo lejos, vio la vieja casona donde vivía. Hubo un tiempo, hacia algunos años atrás, que aquella pequeña porción de tierra estaba cubierta de servidumbre, nodrizas, gente que trabajaba para su padre. Ahora simplemente estaban ellos, la familia. Al borde de la pobreza, su madre desesperada buscaba entregar su mano.

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La desdicha de ser pequeño • Hyunin
FanficYang JeongIn era apenas un joven cachorro cuando un Alfa lo reclamó como suyo. HUNTER. OMEGAVERSE.