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Las pérdidas podían simplemente no contarse, porque entre esto y aquello, perder el tiempo fue lo que lo condenó a perderse a sí mismo.
Ni siquiera los golpes, la paciencia o la sangre derramada pudieron detenerlo de creer en un mejor final. Y se lamentó tanto por haberle hecho tanto daño al rendirse en su cara, al dejarlo ir porque sin él estaría mejor, sin él siempre estuvo mejor, pero no fue hasta ese día que pudo aceptarlo.
Les había dicho a todos sus amigos que el amor que le tenía era puro y real, pero que la mejor manera de demostrárselo era quedarse, porque así pudo cumplir la única cosa que se prometió después de conocerlo; velar por su bienestar.
No importaba si se perdía en el camino, si moría de la forma más cruel o le atravesaban el corazón con una espada, saber que su esposo sufriría le dolería más que nada en la vida y no estaba dispuesto a descubrirlo.
Quería que siguiera adelante, que siguiera luchando por sí mismo, que no se dejara vencer por su causa, porque sabiendo el hombre fuerte e independiente que era, sólo quería verlo luchar para estar bien, para que nada le pudiera dañar en el futuro.
Y es que tiene sentido, ¿no?
Cuando los años pasaran y él reflexionara sobre su vida podría decir que a partir de ahí todo fue más sencillo, que tuvo más sentido. Y quizás recordaría todo el peligro que lo llevó a estar ahí, quizá recordara todas las inclemencias y pudiera ser un guía para todo aquel que lo necesitara. Porque ser mayor te hace ser más sabio.
Y quizá podría recordar un poco de su amor, evocando cómo juntos ardían como carbón en las brasas, cayendo tan suavemente en la cama para luchar y no bajar la guardia, mucho antes de esos días donde ambos se rindieron, donde dejaron de pelear juntos para pelear en contra. Porque toda la pasión y el compromiso de amarse... ya no existía.
Recordar el momento donde él puso esa navaja en su cuello y le dijo que se alejara le partía el corazón, porque él, en su infinita misericordia, intentaba que las cosas cambiaran aunque el destino ya estaba escrito y los empujaría a hacerse daño para sobrevivir.
Recuerda cómo se puso de rodillas y le abrazó las piernas, sonriéndole mientras un hilo de sangre salía de entre sus labios y sus párpados hinchados le suplicaban la muerte, el perdón, la redención.
Hubiera preferido morir por causa suya, que sobrevivir sin él.
Porque después de todo ese tormento y de haberle pedido que se fuera, ahora sólo quedaban los recuerdos de ese intenso amor por el que no pudo luchar porque no le quedaban fuerzas. Y ahora se arrepentía porque pudo quedarse con él y vivir, o permanecer juntos y descubrir lo que el destino les tenía preparado.
Pero juntos.
Y le falló.
Quería que fuera feliz, porque todo se estaba desmoronando. Y lo único que quería era que no padeciera nada, que estuviera bien, que no se dejara vencer aunque no estuviera presente.
Su único pecado fue siempre ponerlo a él antes que cualquier cosa, todo lo que quiso siempre fue verlo sonreír, lo quería a él.
Y ese pecado lo llevaría a donde pertenecía, porque aunque quisiera llegar al cielo, ya no sabía cómo entrar.
Roier tenía las llaves.
Por eso vino a buscarlo, por eso quiso volver a tener la certeza de que podían seguir juntos y llegar lejos, llegar a donde quisieran, inventarse su propio cielo, su espacio, sus reglas. Sujetarse de las manos mientras se tomaban una copa o dos. Brindar por todo lo que antes era y hoy ya no, pero sonreír porque al final todos los caminos los llevaban a sus caderas, a sus manos, a sus labios.