Ardo como una antorcha

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Percy Jackson

—¡Annabeth! —chillé.

—¡Chist! —Una mano invisible me tapó la boca y me obligó a agacharme tras un caldero enorme de bronce—.

¿Quieres que nos maten?

Encontré a tientas su cabeza y le quité la gorra de los Yankees.
Annabeth recobró ante mí su apariencia visible, ahora muy ceñuda y con la cara tiznada de ceniza.

¿Se puede saber qué te pasa, Percy?

—¡Vamos a tener compañía! —

Le hablé a toda prisa de la clase de orientación para monstruos. Ella abrió mucho los ojos.

Así que son telekhines

dijo

Debería habérmelo imaginado. Y están haciendo… Bueno, míralo.

Atisbamos por encima del caldero. En el centro de la plataforma había cuatro demonios marinos, pero éstos eran completamente adultos y medían al menos dos metros y medio. Su pelaje negro relucía a la lumbre mientras se afanaban de aquí para allá y hacían saltar chispas martilleando por turnos un trozo muy largo de metal al rojo vivo.

—La hoja casi está terminada —comentó uno—. Sólo hace falta enfriarla otra vez con sangre para fundir los metales.
—Sí, señor —dijo otro—. Estará incluso más afilada que antes.

—¿Qué es eso? —

susurré.
Annabeth meneó la cabeza

No paran de hablar de fundir metales.
Me pregunto… —Antes se han referido a la mayor arma de los titanes

recordé—. Y han dicho… que ellos fabricaron el tridente de mi padre.

Los telekhines traicionaron a los dioses

me explicó Annabeth.

Practicaban la magia negra. No sé qué hacían exactamente, pero Zeus los desterró al Tártaro.

—Con Cronos.—

Asintió.

—Hemos de salir…

Apenas lo había dicho cuando la puerta de la clase explotó y los jóvenes telekhines salieron atropelladamente por el hueco. Tropezaban unos con otros, tratando de averiguar por dónde debían seguir para lanzarse al ataque.

—Ponte otra vez la gorra —dije—. ¡Y lárgate!

—¿Cómo? —chilló Annabeth—. ¡No! ¡No voy a dejarte aquí!

—Tengo un plan. Yo los distraeré. Tú puedes usar la araña metálica.
Quizá vuelva a conducirte hasta Hefesto. Has de contarle lo que ocurre.

—Pero ¡te matarán!

—Todo saldrá bien. Además, no tenemos opción.

Annabeth me miró furiosa, como si tuviera ganas de darme un puñetazo.
Y entonces hizo una cosa que me sorprendió. Me besó en la mejilla ella se colocó su gorra y salió rápidamente del lugar mientras yo me quedé reflexionando eso además de ruborizarme mis pensamientos fueron interrumpido.

—Veamos lo fuerte que es. ¡A ver cuánto tarda en arder!

Recogió un poco de lava del horno más cercano, lo cual hizo que se le prendiera fuego en los dedos, cosa que a él no pareció molestarle. Los demás telekhines lo imitaron. El primero me arrojó un puñado de roca fundida y me incendió los pantalones. Otros dos puñados me salpicaron en el pecho.

Muerto de terror, tiré la espada y me sacudí la ropa. Las llamas empezaban a envolverme. Curiosamente, al principio sólo noté un calorcito, pero luego la temperatura empezó a subir de forma vertiginosa.

—La naturaleza de tu padre te protege
Hacerte arder resulta difícil. Pero no imposible, jovencito.

Me arrojaron más lava y recuerdo que me puse a chillar. Estaba envuelto en llamas. Aquel dolor era lo peor que había sentido en mi vida.
Me consumía. Me desmoroné en el suelo y oí los aullidos extasiados de los niños demonio.
Entonces recordé la voz de la náyade del río: «El agua está en mi interior.» Necesitaba el mar. Sentí un tirón en las entrañas, pero no tenía nada alrededor que me ayudara. Ni un grifo ni un río. Ni siquiera un caparazón de molusco petrificado. Además, la última vez que había desatado mi poder en los establos, había un instante terrorífico en el que casi se me había escapado de las manos.
Pero no tenía opción. Invoqué el mar. Rebusqué en mi interior y me esforcé en recordar las olas y las corrientes, la fuerza incesante del océano.
Y la desaté con un espantoso grito.
Más tarde no fui capaz de describir exactamente lo ocurrido. Un explosión, un maremoto, un poderoso torbellino me atrapó y me arrastró hacia abajo, hacia el lago de lava.

(Pausa para decir que Percy se encuentra en un volcán)

El agua y el fuego entraron en contacto.
Estalló una columna de vapor ardiente y salí propulsado desde el corazón del volcán en una descomunal explosión: apenas una astilla impulsada por una presión de un millón de toneladas. Lo último que recuerdo antes de perder el conocimiento fue la sensación de volar, de volar tan alto que Zeus jamás me lo perdonaría. Y luego la impresión de descenso, de que el humo, el fuego y el agua salían de mí. Era un cometa que corría disparado hacia la tierra.

Continuara si es apoyado


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