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La muerte de Glorym se hizo realidad cuando uno de sus hombres se postró ante él, y en sus brazos llevaba una pequeña manta ensangrentada. Ver la imagen lo dejó petrificado, un indescriptible terror recorrió todo su cuerpo, enfriando su sangre. Se negaba a creerlo, eso no podía ser su adorada niña. Todo esto debía ser una pesadilla de la que pronto despertaría, se levantaría rápido de su cama y correría hasta donde estaba su tierna princesa para poder abrazarla y besarle su frente, mientras le susurra lo mucho que la amaba.
─Lo lamento tanto, su majestad. El soldado extendió sus brazos, ofreciendo al emperador aquel pequeño bulto de trapo.
Sovieshu la tomó con sus manos temblorosas, la idea que todo era una pesadilla se esfumó al sentir la cruda realidad. El bulto era frío, pesado, el hedor que emanaba era irritante. El emperador estaba al borde de un colapso, pero aún así, tuvo un poco de valor para tomar el manto y apartarlo levemente, dejando ver el rostro del cadáver de su bebé. La expresión intranquila de Glorym hablaba cuánto sufrió antes de partir de este mundo, su gordura infantil ya no existía, ahora era una figura calavérica y reseca; al igual que su piel, sus suaves cabellos se habían convertido en hebras duras y quebradizas. Una imagen horrible que rompió algo dentro del emperador de Oriente.
Se escapó un sollozo de su parte, pero se mordió el labio y apartó la mirada. Extendió el pequeño cuerpo de regreso al soldado, no la quería soltar, no quería abandonarla de nuevo, pero él era el emperador; un hombre que debía ser fuerte y seguir con lo que correspondía. Aclaró su voz, intentando eliminar todo rastro de tristeza y amargura, y dijo con una voz temblorosa:
─Llévensela, díganle a las sirvientas que la aseen, la perfumen y la vistan con las mejores ropas que tenga, debo organizar el funeral.
El soldado y compañía se inclinaron ante él y se retiraron, cerrando la puerta atrás de si. Pasaron unos segundos desde que la puerta se cerró, las piernas de Sovieshu tambalearon y cayó rendido en el suelo, sus manos se fueron directo a sus cabellos oscuros como la noche, y comenzó a apretarlos con rudeza. Su garganta pedía gritar, pero él no la dejaría, ahogando todos sus sollozos y quejidos. Sus ojos, que nunca le hacían caso, derramaban sus lágrimas descaradamente, su vista ardía como nunca antes lo hizo. No, mentira, ya había ardido así una vez, en el funeral de su madre.
Ese recuerdo dió otro golpe en su pecho, haciendo que su dolor engrandeciera más. Finalmente no aguantó, gritó mientras las lágrimas inundaban su rostro y manchaban de depresión el suelo. Su cuerpo se fue desvaneciendo lentamente, hasta que quedó tirado en el piso, en una posición fetal, mientras sólo sollozaba y, con sus ojos hinchados, miraba un punto en la nada.
