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Pero nada de lo que había visto podía compararse, en lo que a desolación


respecta, con el marchito erial. Se encontraba en el fondo de un espacioso valle;


ningún otro nombre hubiera podido aplicársele con más propiedad, ni ninguna


otra cosa se adaptaba tan perfectamente a un nombre. Era como si un poeta


hubiese acuñado la frase después de haber visto aquella región. Mientras la


contemplaba, pensé que era la consecuencia de un incendio; pero ¿por qué no


había crecido nunca nada sobre aquellos cinco acres de gris desolación, que se


extendía bajo el cielo como una gran mancha corroída por el ácido entre


bosques y campos? Discurre en gran parte hacia el norte de la línea del antiguo


camino, pero invade un poco el otro lado. Mientras me acercaba experimenté


una extraña sensación de repugnancia, y sólo me decidí a hacerlo porque mi


tarea me obligaba a ello. En aquella amplia extensión no había vegetación de


ninguna clase; no había más que una capa de fino polvo o ceniza gris, que


ningún viento parecía ser capaz de arrastrar. Los árboles más cercanos tenían


un aspecto raquítico y enfermizo, y muchos de ellos aparecían agostados o con


los troncos podridos. Mientras andaba apresuradamente vi a mi derecha los


derruidos restos de una casa de labor, y la negra boca de un pozo abandonado


cuyos estancados vapores adquirían un extraño matiz al ser bañados por la luz


del sol. El desolado espectáculo hizo que no me maravillara ya de los asustados


susurros de los moradores de Arkham. En los alrededores no había edificaciones


ni ruinas de ninguna clase; incluso en los antiguos tiempos, el lugar dejó de ser


solitario y apartado. Y a la hora del crepúsculo, temeroso de pasar de nuevo por


aquel ominoso lugar, tomé el camino del sur, a pesar de que significaba dar un


gran rodeo.


Por la noche interrogué a algunos habitantes de Arkham acerca del


marchito erial, y pregunté qué significado tenía la frase «los extraños días» que


había oído murmurar evasivamente. Sin embargo, no pude obtener ninguna


respuesta concreta, y lo único que saqué en claro era que el misterio se


remontaba a una fecha mucho más reciente de lo que había imaginado. No se


trataba de una vieja leyenda, ni mucho menos, sino de algo que había ocurrido


en vida de los que hablaban conmigo. Había sucedido en los años ochenta, y una


familia desapareció o fue asesinada. Los detalles eran algo confusos; y como


todos aquellos con quienes hablé me dijeron que no prestara crédito a las


fantásticas historias del viejo Ammi Pierce, decidí ir a visitarlo a la mañana


siguiente, después de enterarme de que vivía solo en una ruinosa casa que se


alzaba en el lugar donde los árboles empiezan a espesarse. Era un lugar muy


viejo, y había empezado a exudar el leve olor miásmico que se desprende de las


casas que han permanecido en pie demasiado tiempo. Tuve que llamar


insistentemente para que el anciano se levantara, y cuando se asomó


tímidamente a la puerta me di cuenta de que no se alegraba de verme. No estaba


tan débil como yo había esperado; sin embargo, sus ojos parecían desprovistos


de vida, y sus andrajosas ropas y su barba blanca le daban un aspecto gastado y


decaído.


No sabiendo cómo enfocar la conversación para que me hablara de sus


«fantásticas historias», fingí que me había llevado hasta allí la tarea a que


estaba entregado; le hablé de ella al viejo Ammi, formulándole algunas vagas


preguntas acerca del distrito. Ammi Pierce era un hombre más culto y más


educado de lo que me habían dado a entender, y se mostró más comprensivo


que cualquiera de los hombres con los cuales había hablado en Arkham. No era


como otros rústicos que había conocido en las zonas donde iban a construirse


las albercas. Ni protestó por las millas de antiguo bosque y de tierras de labor

Lovecraft
 El color que cayó del cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora