Dayanne Hernández, o mejor dicho, Dayanne Tokki Hernández.
Quizá fue el hecho de que siempre tuvo problemas de insomnio, o talvez su gran lástima por el planeta tierra, pero la "deformidad" en su córtex era incluso más pesada que el simplemente sentirla. Saber que sería un paciente permanente le sabía amargo en la punta de la lengua.
La madre carecía de sentido maternal, el padre no existía, y el hermano parecía una borrosa nube de memorias que se almacenan en una pecera podrida. Hay algo ahí, pero no quiere saber qué, tal como él. Dayanne tenía una singularidad dentro de su mente, no necesariamente la condición tortuosa que le empalidecía el rostro, sino un regalo. De niño creía que poseía un superpoder, pues no todos los pequeños del jardín infantil lograban entender a los animales sin hablarles, ni abrazar árboles para poder escuchar cómo las raíces bailaban dentro de la corteza. Y tampoco llorar diariamente durante más de siete años.
Ese fue el punto de quiebre en algo que no supo dónde se agrietó. Pero entendía, en aquella limitada consciencia, que no estaba del todo sano.
Nunca le interesó juntarse con los varones a matar ranas en el recreo. Pues lloraba cada que escuchaba la suave piel del anfibio rasgarse con sus navajas. Encontraba una mejor diversión estando con las "niñas tontas". Niñas que, no eran gentiles y mucho menos decididas a sentirse cómodas con él, pero se mantenía con ellas porque no lo golpeaban, a pesar de que muchas veces lo arrinconaban para jugar a la familia. Sin entender por qué tenía que ser siempre el papá. Sin entender por qué todas sus amiguitas querían que él las besara "como los adultos".
Sus tardes en casa eran menos agradables, pero se entretenía cuidando al diminuto ser que había engendrado su mamá. Luquitas era moreno como su padre, de ojos asoleados y dulces. Inocentes. Cosa que Dayanne encontraba tan precioso, que ver a su hermanito chillar por atención, le llenaba de un dolor anormal y los ojos de lágrimas. A veces se sentaba al lado de su madre para escucharla tararear mientras le daba pecho a Luquitas. Ameno y apasible, como la familia de polluelos cerca de su ventana; a pesar de luego reventarle los oídos a gritos por hacer que Luquitas se distrayera y escupiera la leche.
Crecía oyendo a sus progenitores matarse a golpes de noche, o quizá matarse a punta de suspiros. Nunca diferenció bien, y de igual forma, moría de miedo cada madrugada. Lloraba silencioso, abriendo los ojos para buscar monstruos, sosteniendo en sus manos el cuchillo de la manteca. Se quedaba dormido a las cinco de la mañana, el colegio iniciaba a las seis.
El día de la desaparición de su padre, bombardeó a su madre con preguntas, pero solo obtenía la misma mirada de asco desganada. Hasta que se cansó de cuestionar cuando sabía que simplemente embarazaba mujeres y huía con ellas. Pensaba que, a lo mejor se daría cuenta de que estaba equivocado y volvería, abrazando a la familia que él decidió tener, pero al ver como Luquitas empezaba a matar ranas en el recreo, decidió abandonar sus ilusiones pútridas. Ese hombre escapó de la familia que él decidió tener. Su padre no existía.
A partir del borrón, su estado de salud físico empeoró. Vomitaba a cada comida, se desmayaba en clase de matemáticas, dormía solo cuando su mamá le regalaba un puño en el rostro. De repente el llorar se le había atascado en la tráquea, así que también padecía gripa constante. Adelgazaba fácil, o más bien, no lograba ganar más peso a sus once años. Y no es que le gustara ser 24Kg de piel y hueso. En el instituto le nombraron "Ecuágula". Drácula escuálido, poca originalidad, pensaba. El levantarse cada día le sabía a beber mercurio. Un gran vaso, lleno del mercurio donde albergaba a su madre desgastándole la vida, a su hermano planeando su homicidio, a las niñas tontas mojándole la ingle y a los varones mata ranas amenazando con convertirlo en uno de esos animales.
Quizá en algún punto, un muchacho afuera del colegio le ofreció una paleta que lanzaba humo cuando chupabas. Y quizá en algún punto, también se escapaba para besar al dealer que le regaló el cigarro. Era libre en su pequeño mundillo de botellas que le hacían reír y de dulces que le hacían verle la cara a Dios. De vez en cuando evitaba a su madre, de vez en cuando ignoraba a Lucas. Era libre, y por dentro, tenía el alma podrida.
Cristal.
En ese momento tampoco entendía. Dayanne no era de entender, siempre fue de sentir. Esa era su grandísima maldición. Entremezclarse con cosas que no existían, respirar ilusiones ajenas y guardarse las lágrimas al ver ojos inocentes entristecerse. No soportaba la depresión en la que fue hecha la tierra, le disgustaba seguir con el corazón latiendo dentro de esa atmósfera inundada de miseria. Pero ella destruía su presa de agua. Y eso lo atemorizó; solo había conocido a brujitas que le babeaban la boca y le lamían las clavículas. Y ella no se atrevía a rozarle las manos. Creyó que era la representación de Satán, y regresaba a la iglesia constántemente para limpiarse. Pero no cambiaba nada, ella seguía ahí, revolviéndole los sentidos.
Y vaya que le dejó la huella de un sentimiento cuando dejó de verle los ojitos. Ella ya no existía, y esta vez, sí pensó en perseguirla.
La familia seguía con su vida normal. Lucas no dejaba de amenzar a su madre con arrastrarla a la muerte, y la mujer era incapaz de dejar de golpear a su hijo mayor. ¿Le extasiaba acaso? Se estremecía, él no quería ser la fuente de un deseo enfermizo, no quería más deseos. Sus ideas fueron eliminadas cuando alcanzó los doce y medio. Todo un hombre, todo un "varón mata ranas". Si ya era un varón, no le veía el problema a dejar su cuarto desarreglado o evitar el quehacer tradicional para no tener a su madre quemándole la piel a latigazos con el cinturón del colegio. "Cocinar es para maricas" le repetía Lucas mientras Dayanne terminaba cada comida del día y también, terminaba con un nuevo moretón. Pero su mamá se le acercaba quedita, con disgusto, cruzaba el umbral de su puerta y le decía con una voz extrañamente melosa:
― Eres un asqueroso.
Nunca fue especialmente amigo del agua. No bebía de esta y solo se duchaba lo necesario -para quitarse el resto de piel impropia-. Al igual que con muchos hábitos de "niñas tontas", cremas faciales, peinarse el cabello, el maquillaje. Compulsivo. Lucas le preguntaba por qué se iba al baño en la noche y dejaba manchado de agua, por qué las niñas tontas le regalaban las sobras de sus cremas, por qué tenía el labial de mamá en la boca. Se duchaba tres veces diarias y su habitación parecía la sala de consultas de un dentista. Lucas le temía al dentista. Lucas le temía a su hermano.
Dayanne ahora era un mago. No un superhéroe, no un enfermo, un mago. Uno capaz de devolverle la belleza a los sapos sin besarlos y de convertirse en princesa después de las doce. Quizá eso le daba un atisbo de felicidad en el ser, pero a cada hechizo magnífico, se desataba una guerra a la hora de cenar.
―Dayanne te roba el maquillaje, ma.
Y solo bastó que acabara en el suelo con un escupitajo de su madre para que la magia de sus manos se terminara.
Dayanne era hipersensible, tendencioso al insomnio, consumidor y "un enfermo volteado". Y su grandísima maldición siempre fue sentir tan fuertemente la conexión con este planeta desagradable y muerto que, por dentro, era el Edén. Pero quizá no en esta vida. En otro camino donde converge el universo y todas las telas de la vida se entrelazan como él y la tierra, quizá en ese sí.
Dayanne Tokki Hernández, El Maricón.