Cuando era pequeña, con una edad de unos nueve años, tuve un gran amigo. Su nombre era Andrew Hepburn. Él y yo éramos vecinos, ambos vivíamos en los suburbios, a unos veinte minutos de la ciudad.
Yo, a mis dieciocho años, aún vivo en los suburbios con mis padres, pero Andrew ya no vive por aquí. Cuando teníamos trece años él sencillamente se fue.
Todavía puedo recordar esa tarde en que fui a buscarlo pero no lo encontré. Su casa estaba vacía, al parecer se había mudado, aunque nadie entiende cómo pudieron irse tan rápido, cómo pudieron sacar todo de la casa sin que nadie se percatase de ello.
En fin, la cuestión es que nunca pude olvidarme de él. Sé que era muy joven, pero Andrew es lo mejor que me ha pasado. Él era extrovertido, aventurero, sarcástico, amable, bromista, y cariñoso cuando se lo proponía.
Solíamos escaparnos con nuestras bicicletas más allá de los suburbios, y manejar por un camino de tierra rodeado de árboles, hasta llegar a un acantilado que nos daba una vista perfecta de las pocas casas que hay en los suburbios. Íbamos a cualquier hora del día, pero en especial durante la noche, pues me encantaba ver las estrellas. Nos acostábamos en la hierba y él me hablaba, y explicaba, sobre las constelaciones.
Para mí, Andrew sabía todo lo que quisieras saber sobre el universo, los planetas, los nombres de casi cada estrella. Todo. Aún no sé cómo tenía tanto conocimiento, pero si de algo estoy segura es que él no era normal, y aunque nunca me lo confirmo o negó, sé que era diferente.
Normalmente, Andrew siempre estaba en alerta, como si algo fuera a pasar de repente. Pero cuando se tomaba el tiempo para relajarse y bromear conmigo, sus ojos cambiaban. En esos momentos, cuando reía, sus pupilas se achicaban hasta casi desaparecer de sus ojos azules. Aunque claro, Andrew se daba cuenta de que me lo quedaba mirando y sus pupilas volvían a su estado normal. Yo, por supuesto, no me molestaba en preguntarle y sólo ignoraba ese hecho.
Cuando Andrew se fue me sentí devastada. Aparte de ser mi mejor amigo, mi compañero en el crimen, también fue mi primer amor. No sé si él lo sabía pero tal vez sí lo hizo. Eran tan guapo, de cabello oscuro rapado al estilo militar, piel un poco broceada, gran sonrisa y unos grandes e hipnotizantes ojos azules. El sueño de cualquiera.
Cada vez que estoy triste o cuando quiero recordar los momentos que viví con él, visito nuestro lugar, el acantilado. Pueden pasar horas aquí y para mí solo serán minutos.
Mi teléfono comienza a sonar de repente, pero no me hace falta mirar para saber que es mi madre.
-Katheryn Scott, ¿dónde estás? -Sí, esa es Marilyn Scott. La madre más absorbente que puede existir, pero es mi mamá, y la amo.
-Ya voy para la casa, mamá. No te preocupes.
-¿Qué no me preocupe? Kat, soy tu madre. Decir que no me preocupe por ti es como si me exigieran que no me maquille en las mañanas. Es decir, imposible.
Olvide decir que mi mamá es una dramática total. Eso y que sufre de T. O. C., Trastorno Obsesivo Compulsivo, para ella todo debe estar en orden e impecable. Por dar un ejemplo, para poder colgar un cuadro, ella debe medir primero la altura y ancho de la pared antes de poner la marca donde pondrá el clavo. Raro, lo sé.
-Está bien, lo que tú digas-ruedo los ojos, aunque sé que ella no puede verme.
-Más te vale y no estés rodando los ojos jovencita-Sip, siempre sabe cuándo ruedo los ojos. Es como si tuviera ojos en todos lados.
-No, mamá. Debo colgar, ya voy a la casa. Te amo.
-También te amo, cariño. Nos vemos ahora.
Dejo salir un suspiro en cuanto corto la llamada.
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Cerca de ti
FantasyRara, loca, obsesionada. En fin, una friki, esa soy yo. Se preguntarán: ¿Por qué? Bien, pues la respuesta es muy simple. Soy creyente de la existencia de seres de otro planeta. Es decir, ¿Por qué nosotros seriamos los únicos seres habitando un un...