La huella del hombre

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Cuando Koontz se dio cuenta de que aquella no era su casa, era demasiado tarde. El taxista ya estaba encendiendo su coche para marcharse. Intentó gritarle para que se detuviera, pero el hombre se había esfumado en la primera esquina de la calle dando un volantazo. Corrió detrás del vehículo, haciendo un inútil esfuerzo por perseguirlo, y lejos de reducir las distancias, solo vio como el coche se empequeñecía a lo lejos, más y más, hasta que se desvaneció en la oscuridad.
   —Joder —vociferó, mientras se llevaba una mano al pecho. Después, se apoyó sobre sus rodillas para recobrar el aliento. El corazón le latía con fuerza. Y pensó que, luego de volver a casa, necesitaría retomar algunas rutinas de entrenamiento. Su estado físico era deplorable, y ya había dejado a sus músculos oxidarse durante mucho tiempo.
    Buscó alrededor suyo alguna referencia que le indicase dónde estaba, algún cine, o bar, incluso un parque sería suficiente. Koontz conocía Londres como la palma de su mano. Pero allí, parado donde estaba, solo veía los mismos departamentos vacíos y polvorosos que poco tenían que decir a la vista, colmando ambos lados de la calle, como una fila de gigantes ciegos.
    Comenzó a caminar por en medio de la calle, acompañado del sonido de los grillos y las ratas que hurgaban en la basura. La oscuridad sugestionaba su cerebro y sus pensamientos más profundos, estimulaba los recuerdos vívidos. Una vez había sido violado por una de sus exparejas. Había podido sentir esa humillación en propia carne. La impotencia de ser ultrajado, desnudado contra su voluntad. ¿Cuántas personas enfermas de tal manera habría sueltas por ahí, escondidos bajo la fachada de un inocente rostro? Vagando por los cañones desérticos, en absoluta soledad, ¿qué tan lejos podría estar de revivir esos mismos horrores del pasado?
    El pensamiento le hacía erizar todos los vellos del cuerpo. Sintió un fuerte escalofrío. Su piel parecía estar reaccionando al mutismo de la ciudad apagada.

    En la cuadra, resonaron los forcejeos de las puertas trabadas de los departamentos, chocando sobre su propio marco de madera a causa del fuerte viento que se había levantado. Los débiles ecos de las pisadas de sus zapatos, repiqueteaban en la acera fría; pisadas suaves, inseguras, como las de un bailarín esquivando la muerte.
   Rodeado de aquellos imponentes y grises edificios, se sentía más vulnerable que perdido. Eran tan altos que proyectaban una cúpula de oscuridad sobre su cabeza. Todo su cuerpo estaba bañado en sombras, alargadas sombras que se extendían hasta el final de la cuadra, tragándose la suave luz que emitían las pocas farolas funcionales sobre la vereda. Las luces titilantes de la calle se veían como luciérnagas moribundas. Y entonces, se encendió de repente la luz de una de las farolas. Este destello era más fuerte que los otros. Apenas se mantuvo unos segundos encendida y se apagó de nuevo, pero en ese lapso de tiempo, Koontz juraba haber visto a dos hombres parados debajo de la luz, conversando a unos metros delante suyo. Y cuando sus ojos se terminaron de acostumbrar a la oscuridad, lo que había sido una duda, era una certeza. Podía ver las negras siluetas de dos figuras erguidas, abrazándose. Por sus complexiones, parecían varones.
    Koontz empezó a acercárseles, al principio inseguro al respecto. Tenía bastante experiencia para saber que, si de por sí no era buena idea acercarse a unos desconocidos durante el día, menos lo era durante la noche. Pero ¿qué otra alternativa tenía? Debía juguetear un poco con la suerte, confiar en la dudosa certeza de que los hombres no le harían nada malo, de que no se tentarían por su figura esbelta, por sus ojos azules.
Y en cualquier caso, pensó, todavía tenía un buen spray de pimienta guardado en el bolsillo del pantalón.
    Avanzó a tientas hacia las siluetas uniformes, que ahora más que abrazarse parecían contorsionarse, enredarse entre ellas, como en una perfecta clase de anatomía. Eran como animales estudiando la introspección de sus propios cuerpos. La sensualidad del salvajismo del acto, alivianaba su aprensión.
    La luz volvió a encenderse, y bajo el foco parpadeante, las siluetas aparecían y desaparecían en la penumbra.

    —¡Eh, ustedes! —les llamó Koontz, y empezó a agitar una de sus manos para atraer su atención. Dudaba de si los hombres podían verlo. Pero si lo habían visto, apenas se habían inmutado con su llamado. Más bien parecían estar ignorándolo.
    —¡Por favor! —continuó, y comenzó a avanzar con pasos más rápidos. La adrenalina le subía por el cuerpo a medida que se internaba en la oscuridad.

    Los hombres parecieron prestarle atención por primera vez. Se voltearon a verlo por un instante. Koontz les esbozó una sonrisa que la luz titilante apenas llegó a captar.
    Los amantes lo saludaron con una mano, un gesto unánime, como si jugaran a copiarse los movimientos. Después, se giraron casi al unísono de cara al muro que tenían a un costado y caminaron hacia él, alejándose de la luz. Desde el limitado campo de visión de Koontz, parecía que la pared se estaba tragando a los hombres.
    Cuando alcanzó el lugar donde habían estado parados los sujetos, la luz reveló un pasillo entre los edificios. No se los había tragado ninguna pared, allí había un callejón. Los hombres simplemente se habían escabullido para terminar la noche de la mejor manera.

    Koontz se asomó hacia el callejón, sin meter la cabeza del todo. No sabía por qué lo hacía, simplemente la curiosidad le había invadido la mente. Estaba inspeccionando el terreno, el miedo que había aflorado desde su interior estaba desapareciendo, y ahora su mente era guiada por la seducción. El sexo había despertado en él un primitivo voyeurismo.
     Oyó el sonido de la ropa rasgarse, de los cuerpos agitarse, de la carne golpeada con un salvajismo sexual que lo hacía adentrarse más por el pasillo. Intentó enfocar sus ojos en la nebulosidad. Y pudo distinguir algo al fondo del callejón. Uno de los hombres estaba encima del otro, y lo sacudía como si fuera una muñeca de trapo. El aire se había impregnado de un rancio olor a sudor. No, no era sudor, demasiado dulce, demasiado metálico. No, no era sudor, ni azotes o caricias, allí dentro estaban desollando a un hombre.
    En la oscuridad, unas luces blancas brillaron. Dos focos blanquecinos, suspendidos en el aire. Koontz sintió que las piernas se le paralizaban.

    Detrás de Koontz, la farola que iluminaba una pequeña porción de la acera, estalló. La bombilla simplemente explotó en mil pedazos, y los cristales salieron disparados a todos lados.
   El mundo se había ennegrecido en un instante. Tan solo brillaban las luces blancas del callejón. El otro hombre no estaba muerto. Koontz vio como su silueta se reincorporaba. Oyó las articulaciones del hombre crujir como un mecanismo oxidado, como el metal chillando. Y en donde debían estar los ojos, ahora estaban los mismos focos blancos. Ahora cuatro de ellos, acercándose hacia él. No eran luces, sino ojos. Dos desorbitadas cuencas que destellaban por el placer de asesinar.
    Las luces blancas del callejón no eran luces sino ojos. Dos desorbitadas cuencas que destellaban por el placer de asesinar. Koontz empezó a correr, y los hombres también.

   De los edificios grises, emergieron más de esas figuras. Arrancaban los tablones de madera que tapiaban las ventanas de los departamentos, tiraban abajo las puertas dobles, salían desde la oscuridad de los callejones, todos detrás de él.
    Sintió la agitación en el pecho, las rodillas temblando y sus pies a punto de fallarle. Lo que había sido una carrera ahora era un intento torpe de trotar. La oscuridad se imponía por toda la calle. Las demás farolas también estaban estallando, parecían reventar apenas estaba a punto de rebasarlas, como si no pudiera nunca alcanzar su luz. Giró la cabeza por un momento hacia atrás. Los hombres que lo perseguían parecían un ejército de cientos de luciérnagas babeando.
   El sonido de sus pisadas se le había vuelto nostálgico. Ahora, cientos de pisotones estruendosos atiborraban la calle. Una multitud descontrolada, haciendo vibrar la tierra, como si del cielo miles de rayos se hubieran concentrado en un mismo punto para caer uno tras el otro. El pavimento de la calle se estaba agrietando en la caminata incesable, y las baldosas de la acera se despegaban de la tierra. La ruta se estaba convirtiendo más bien en un sendero.
   —Dios, por dios —gimoteaba en el éxtasis de su shock.
   Y entonces se frenó en seco. Frente a él, un grupo de caminantes había cerrado la calle haciendo una muralla con sus cuerpos. De los callejones a sus costados, más hombres se habían levantado, más luciérnagas en la ciudad. Simplemente suspiró, como si la garganta se le hubiera terminado de cerrar.

   No se echó a llorar, ni gritó por ayuda. Se sentó ahí donde estaba, con los truenos acosándolo. Tragó saliva y cerró los ojos, y se recostó. Pegó un cachete al cemento frío, intentando aferrarse a sensaciones más agradables, como la del frío. Koontz no vio ni rostro ni forma en las criaturas que lo pisotearon esa noche. Escuchó como se desencajaban las partes de su cuerpo. Todos sus miembros estaban torciéndose hacia abajo. Los huesos de los brazos se le astillaron mientras los seres le pasaban por encima. Eran increíblemente pesados y fríos, como máquinas de tres toneladas desfilando sobre su cuerpo.
   Se meó encima cuando un enorme pie se le incrustó en el abdomen, y también sintió un cosquilleo placentero cuando otro le pisó los testículos. Veía de un solo ojo, el otro se le había salido de la cuenca. Y así tuerto, atisbaba como podía la estampida que se avecinaba. Este otro grupo, le esquivaba las piernas, iban específicamente a saltar encima de su estómago. Lo hicieron hasta que se cagó encima. Los demás hicieron lo mismo, pero a falta de materia fecal, esta vez fue toda su flora intestinal lo que expulsó de su cuerpo. La sangre se le había esparcido por todo el pantalón, junto a sus tripas revueltas. Era más cadáver que otra cosa. Toda su anatomía se había comprimido demasiado. Su cabeza amoratada era un cubo de carne.

    Para cuando el sol salió, solo quedaba de él un pedazo de costilla rota sobresaliendo del amasijo de intestinos desparramado. Todo su cuerpo estaba aplanado en el pavimento, como una alfombra de piel.
    A su alrededor, aun escuchaba los pasos. Uno tras otro, zumbando en su cabeza. Sus pasos eran revolución, un llamado. Empezó a reincorporarse del suelo, mientras veía la larga carretera que se extendía frente a sus ojos. Y sin quererlo, siquiera consciente de ello, comenzó a caminar, mientras el cuerpo se le iba desarmando con cada paso, y dejaba un sendero dibujado con su sangre. Pero continuaba, se dirigía hacia el sol, allí; lejos en el cielo, al final de la ciudad perdida.

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