1922 . relato fantástico romántico

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Habían pasado quince días. Creyó que podría soportar seguir viviendo en el departamento que habían compartido los últimos cuatro años, pero no pudo, porque el dolor provocado por su ausencia drenaba su alma del deseo de vivir.
   Donde sea que estuviera lo sentía y donde fuera que respirara percibía el aroma de su piel, que impregnaba el ambiente como un macabro mensaje del más allá, recordándole que de la muerte no se vuelve. La dulce sonrisa que él le regalaba cada mañana y los furtivos abrazos nocturnos, se habían marchado para siempre.
   Della Morrison sabía perfectamente que abandonar la ciudad no sería fácil, sin embargo, tenía la certeza que seguir allí sería su perdición, pues la amenaza latente de perder la cordura aún respiraba en su nuca, así pues, sin pensarlo demasiado, aceptó la oferta de su compañero de trabajo.
El muchacho, empático con la situación, le  había ofrecido una pequeña casita de campo que poseía desde hacía muchos años. La mencionada vivienda había pertenecido al tatarabuelo del benevolente jovencito y después a su bisabuelo, el último en habitarla había sido su amado Nono. ¿Pero qué tenían en común estos caballeros, además de ser parientes directos del joven? Que todos ellos habían trabajado como guardias, de la hoy abandonada estación del ferrocarril.
La casita, humilde, pero limpia y ordenada, quedaba exactamente del otro lado de las vías, pero como el transporte no pasaba desde hacia más de setenta años, Della no lo consideró un problema, tampoco le afectó la idea de estar sola en el medio de la nada y mucho menos le importó que la vivienda estuviera frente a una estación, oscura y derruida: parecía que el dolor no dejaba al miedo manifestarse.
  Habiendo dejado los pocos bolsos y algunos menesteres depositados en un rincón de la pequeña cocina, se encerró en el cuarto: la ventana daba al andén y las oxidadas vías abandonadas. Era probable que el sitio en mejores épocas hubiera derrochado opulencia y esplendor, sin embargo, ahora nada más dejaba ver un farol apagado, los hierros oxidados de las antiguas vías y unas cuantas ventanas rotas.
Con el correr de los días la comida comenzaba a acabarse, pero ella no mostraba interés en salir rumbo al poblado vecino para reabastecerse (quedaba a poco más de treinta kilómetros de distancia) No, nada de eso, la joven Morrison permanecía tendida sobre la cama y seguía ferrada a la camisa escocesa de su amor; no podía dejar de inhalar el dulce aroma que había quedado atrapado entre sus fibras. Incluso había dejado de importarle cuántas veces la noche le hubiera pedido permiso al día para aparecer, porque adentro siempre se veía oscuro.
Eventualmente tomaba su celular y veía imágenes de cuando estaban juntos; ella todavía sonreía y él la abrazaba con pasión. Le impactó notar cómo la tristeza y el llanto habían modificado la expresión de su rostro, que ahora parecía marchito y deteriorado: las incipientes arrugas surcando el contorno de sus ojos aumentaron en cantidad y se hicieron más profundas.
  A veces, entre fotos y videos, también miraba algo en internet, algún video u otra cosa que pudiera sacarla de la oscuridad de sus pensamientos, aunque nada lo lograba, porque la apatía le había robado la chispa y la motivación al punto de parecerle todos iguales. Bueno, eso fue hasta haber visto una película corta del cine mudo, cuyo año de realización figuraba en 1922. Había quedado fascinada, con la historia y con el actor.
   ¿Pero por qué Della Morrison se sentiría atraída hacia algo tan singular? Por una buena razón: el muchacho lucía idéntico a su difunto amor. El parecido era tal, que la sola idea resultaba ridícula; a todas luces era algo  imposible.
  Al principio creyó estar alucinando por haber ingerido más pastillas de las recetadas, sin embargo, no se atrevía a cuestionar una visión tan sublime y reconfortante como esa. El actor tenía cejas tupidas. Las pestañas, pobladas y oscuras, hacían resaltar un par de enormes ojos que parecían color avellana. Más lo miraba, más se le encrespaba la piel. A Della se le anudaba algo entre el corazón y el estómago.
Tras descubrirla la vio una y otra vez, durante cuatro días y cuatro noches; entre risas histéricas, llanto descontrolado, sollozos agotados y gritos de insoportable dolor. Por momentos su mente divagaba, aunque la mayoría de las veces la habitaban tres deseos: verlo, sentirlo y tocarlo una vez más. Pero quince días más cinco y la distancia que hubiera hasta "el más allá", la alejan de su amor.
  Una de esas noches, mientras veía la escena final en la cual el actor besa a la muchacha principal, antes de abordar el tren, un resplandor, que provenía desde afuera, la encandilandó.
   Confundida, arrojó el celular sobre la cama y se sentó bruscamente.
   — ¡¿Qué fue eso?! — dijo, en voz alta —debo haberme quedado dormida.
Realmente lo creyó, pero cuando estuvo a punto de reposar la cabeza nuevamente sobre la almohada, los golpes en la puerta la pusieron en alerta. Un poco mareada, se puso de pie y caminó hasta el dintel principal, no tuvo que caminar mucho; la casa era pequeña. Jaló el picaporte y abrió.
   —¿Quién eres? —preguntó. No veía bien, tenía un ojo cerrado y el otro apenas entreabierto, además, afuera la luz continuaba siendo intensa.
   —¿Qué hago aquí? ¡¿Dónde me encuentro?!
Escuchó preguntar al visitante. La joven mujer, está vez abrió enorme sus ojos y lo miró fijo.
   —Debo estar dormida...—sonrió con pocas ganas— tú debes ser parte de un sueño. Me gusta este sueño.
   —No sé de qué sueño habla, señorita. Yo estaba rodando la escena del tren y de pronto... este avanzó y se detuvo aquí. No veo al director, ni a la bonita actriz que filma conmigo. Al bajar..., lo primero que observé fue esta casa. Crucé las vías pensando que alguien aquí podría ayudarme.
   Della ignoró lo que él dijo y extendió la mano para acariciarle el rostro.
   —Te extraño tanto. ¡¿Por qué te fuiste?! —sollozó— el dolor provocado por tu ausencia me arrastrará hacia la locura.
  La chica comenzó a llorar, o más bien, continuó llorando. Aferrada a la camisa cuadriculada, cayó de rodillas frente al joven, quien acababa de golpear la puerta de la morada que ella había elegido para escapar de su dolor.
   —No sé si soy parte de su seño, señorita, o usted es parte del mío —se acuclilló para estar a la altura de ella—, tal vez me quedé dormido en el asiento del vagón. En cualquier caso, me siento bastante cómodo con usted. ¿Cómo se llama?
La mujer alzó la vista hacia los enormes y expresivos ojos que la miraban— Della...—sollozó— Della Morrison... es mi nombre.
   —Levántate, Della, déjame ayudarte.
El muchacho extendió la mano, ella la asió con fuerza y como pudo, se puso de pie.
   —El dolor se roba mis fuerzas, mi hambre, mis deseos y mi voluntad. ¡Quiero dejar de llorar! —exclamó vehemente, como reprochándole algo— pero no puedo... porque te extraño demasiado.
Él la ayudó a caminar un poco y después la asistió para que pudiera sentarse en el borde de la cama. Como preso de un impulso irreprimible, procedió a sentarse a su lado.
   —Aunque temo que el sueño que nos mantiene atrapados se transforme en una pesadilla, debo preguntar: ¿a quién extrañas, Della Morrison?
   —A mi amor.
   —¿Por qué piensas que soy él?
   —Porque eres idéntico y... ¡Porque pedí verte una vez más!
    —Entonces no seré yo quién cuestione un sueño tan hermoso. —El joven la sujetó del mentón y la obligó a alzar la vista hacia él—. ¿Qué le sucedió?
   Ella lo miró, aunque apenas pudo abrir los ojos: estaban hinchados y le dolían.
   —Eres tan parecido que... al verte, mi corazón se retuerce dentro del pecho —suspiró, pero no profundo: los músculos del pecho estaban demasiado contraídos como para dejarle expandir los pulmones.
   —¿Qué le sucedió? —Insistió.
   —¡¡Pasaron veinte días y veintitrés horas... desde ese maldito día!! —gritó fuerte—. ¡¡Hay fechas en las que nadie debería morir!! ¿Verdad?  ¡Debería existir una ley celestial..! —continuó diciendo, casi en un susurro— ...debería estar prohibido.
   —¿Era un día especial? —repreguntó, algo distraído.
La joven ocultó el rostro detrás de las manos.
   —Le recriminé porque... no me había obsequiado nada. ¡Siempre lo olvidaba! Pero está vez había comprado algo para darme. Tras gritarle, él sonrió, yo me enojé; no me pareció gracioso su olvido. Me besó en los labios —ella los acarició, como intentando recordar la sensación— y salió. Bajó las escaleras, fue hasta el coche que estaba estacionado frente al edificio y... tomó lo que había comprado para regalarme por mi cumpleaños.
   —¡¿Qué era?!
   —Flores. ¡Las malditas quedaron  desperdigadas sobre su pecho!
   —Continúa. —Alentó, a pesar de no estar seguro de querer escuchar el resto de la historia. De alguna manera, la información recibida le permitió visualizar una escena tan horrenda, que le estrujó el corazón y le cerró la garganta.
   —Tras cerrar la puerta del coche, salió raudo en dirección a la calle... Yo escuché una frenada e inmediatamente después oí gritos. Me asomé por el balcón... entonces lo ví. Aún sigo viéndolo: cuando cierro los ojos y cuando los abro también. ¡Por eso vine aquí!  Para alejarme de sus recuerdos. Pero es inútil: él vive en mí. —El joven no pudo evitar llorar. Della lo contempló —. No llores mi dolor, no te pertenece. No sé si eres un sueño, una alucinación por las pastillas, o si... caí en la locura. Tampoco sé si eres el actor que ví en la película o eres mi amor, que se fue de viaje a un lugar inalcanzable, pero quien seas... abrázame y no me sueltes, porque si lo haces temo romperme en mil pedazos.
El joven actor, sin dudarlo, se acercó un poco más y la estrechó contra su pecho. La chica suspiró; por primera vez desde la muerte de su novio, se sentía abrigada y contenida.
   —Incluso yo, desconozco quien soy para ti esta noche. —Dijo, mientras que afuera una luz intensa dejaba el cuarto completamente iluminado.
Una voz, que parecía salir de algún altoparlante, anunciaba la llegada del tren número 1922 con destino a la ciudad de donde él provenía. Ambos se miraron sorprendidos. En ese instante, Della Morrison dejó de llorar.
   —¿Qué sucede? ¿Por qué la estación se iluminó? —asomó la cabeza por la ventana del cuarto, hacia el lado de las vías—. ¿Un tren?
   —Sí, parece el mismo que me trajo hasta aquí. —Ahora fue él quien miró a través del cristal sucio—, es momento de despertar de este sueño. Debo abordar.
    Súbitamente, algo dentro de ella se iluminó. Una chispa de vida la hizo sonreir.
Se puso de pie y lo asió de la mano para que pudiera seguirla.
   —¡Ven! —alentó, en un inusitado tono de picardía—, apurémonos a cruzar las vías, o el tren se marchará.
El muchacho dibujó una media sonrisa, que intentó parecer cómplice, y salió tras ella. Ni bien pusieron un pie en la antes derruida estación del ferrocarril, a ella, un escalofrío le recorrió el cuerpo. No había otras personas, no había pasajeros, tampoco era visible el conductor. Della suspiró y se aferró al chico, no quería despertar de su sueño.
Habiéndose separado del cuerpo de la joven, él le sujetó el rostro con ambas manos y la contempló como no lo había hecho hasta entonces— deseo que el dolor se borre de tu corazón y que las próximas lágrimas que salgan de tus ojos sean de felicidad.
   —Mis  labios se arquean como queriendo dibujar una sonrisa —terminó de decir y endureció el gesto— tu piel..., ¿qué sucede con el color de tu piel?
   —¡Vaya! Así me veo en la pantalla del cinema—. Respondió. —Es momento de partir o... de despertar.
   —Entonces, ahora es cuando me besas.
  — ¡¿Por qué lo dices?!
   —Un beso de despedida. Un beso casto, libre de doble sentido. Solo un beso...
   —¿Por qué piensas que voy a besarte?
   —Porque estamos en la escena final de tu película, antes de que el tren se marche, tú besas a la muchacha en los labios.
   —Una parte de mí no quiere despertar —le acarició las mejillas— sí, te besaré, pero porque deseo, no porque está escrito en un guión. Aproximó sus labios a los de ella con delicadeza y la besó, después, con la yema del dedo pulgar, limpió algunas de sus lágrimas.
    La joven mujer lo vio subir al tercer vagón y luego desaparecer en un destello que le hizo cerrar los ojos. Al volver a abrirlos, contempló la estación: estaba oscura y avejentada. El muchacho seguro despertaría de su sueño mientras viajaba en el tren, pero desconocía cómo lo haría ella.
Se sentó en el banco, astillado y maltrecho, y cerró los ojos, pero una luz, está vez proveniente de su cuarto, le hizo volver a abrirlos. Giró la cabeza en esa dirección. No logró distinguir nada a pesar de la corta  distancia que la separaba, entonces cruzó las vías y se asomó por la ventana: la televisión, qué nunca había encendido porque tenía los cables cortados, transmitía el final de la película, tal como la había visto en su celular durante los últimos cinco días, pero en lugar de besar a la mujer, el joven actor, idéntico al amor de su vida,  se acercó a la pantalla y gesticuló de modo tal que ella fue capaz de leerle los labios: "Cuídate, mi dulce Della. Las flores que compré para ti esa noche las elegí yo, a pesar de saber que nunca fueron de tu agrado. Mi amor —el joven se acercó un poco más a la pantalla y colocó la mano contra el vidrio que los separaba. La chica dio un salto e ingresó al cuarto, inmediatamente después se arrodilló frente al aparato.—No llores, mi vida. Ya te los dije: es mi deseo que el dolor se borre de tu corazón y que las próximas lágrimas que salgan de tus ojos sean de felicidad. Aunque no me veas, estoy allí... contigo, pero no llores, porque tu dolor me ata. Liberarme, de esa manera... siempre cuidaré de ti.
   Della Morrison apoyó su mano sobre la de él, hasta que en la pantalla leyó la palabra,  fin y la tele se apagó, dejando el cuarto sumido en la oscuridad.
La joven Morrison, con una media sonrisa dibujada en sus labios, caminó hasta la cama y asió nuevamente la camisa cuadriculada de su amor. Suspiró —yo también te amaré por siempre.—Dijo en voz alta e inhaló el aroma que todavía guardaba entre sus fibras y cerró los ojos, a pesar de no estar  segura de querer despertar.

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⏰ Última actualización: Jan 20 ⏰

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