La intrusa (novela)

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Dicen (lo cual es improbable) que la historia fué referida por uno de los Nelson, en el velorio del otro, que falleció por su ancianidad. Lo cierto es que los rumores e historias vuelan como hojas en el viento, donde las escuchan cientos y no se sabe con certeza qué tanto es mentira y que tanto verdad, así que si exagero en el relato no pediré perdón por ello, ya que de todos modos esto ha pasado hace mucho tiempo.

En Tundra los llamaban Nielsen, físicamente diferían de la gente de su tierra, Costa Brava, sin embargo sus historias coincidían con ella. Los Nielsen eran calaveras, hombres de apariencia delicada pero de malas mañas; fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres y tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y las mujeres los volvían generosos y hasta mansos.

Eran dos hombres fuertes y chapados a la antigua, por lo que sus amoríos hasta entonces habían sido de la puerta para adentro. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián, el mayor de los hermanos, llevó a vivir a casa a una bella mujer de joven apariencia, cuyo nombre era Juliana, Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, sin embargo su servicio no sólo era limitado a cocinar o lavar los platos, sino también a satisfacer los deseos más profundos y carnales del mayor de los patanes.

—Juliana, ven de una buena vez, que tengo hambre y tengo sed— decía Cristián cada día a las 5 de la tarde como si de un reloj se tratase.

—No llevo comida ni llevo agua y mucho menos zapatos o manta— respondía Juliana de memoria, era difícil saber si aquello realmente le gustaba.

Juliana era de tez morena y ojos rasgados, bastaba que alguien la mirara para que sonriera. Cristián la presumía en todos lados, para él tener una mujer así lo volvía más macho, y, todos los sábados, la llevaba a las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y la corte estaban prohibidos; bailaba con Juliana y besaba su cuello frente a todos, no porque la amara, sino para mostrar que nadie más que él podía tocarla.

Eduardo, el menor de los hermanos, los acompañaba al principio y se quedaba en una esquina, hasta que un día emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa a una muchacha casi tan bella como Juliana y tenía tez morena y ojos rasgados al igual que ella. La había levantado en el camino y dejó que se quedara un par de días en su casa, hasta que tan pronto como vino fué echada.

—¡Lárgate de aquí!— le gritó Eduardo una noche a la joven lanzando sus pocas pertenencias a la calle.

—¿Y dónde iré si no tengo donde caerme muerta? — sollozaba aquella joven tumbada en la acera.

—¡No me importa, lárgate que me recuerdas a ella!— Eduardo estaba tan ebrio que no podía ni caminar pero eso no impidió que su dolor lograra por fin externar.

El menor de los hermanos se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián y el barrio, que lo supo mucho antes que los hermanos, previó con alegría la pronta rivalidad se daría entre ambos.

Una noche, al volver tarde de la esquina en que bebía, Eduardo vió el caballo negro que Cristián poseía atado frente al palenque y un impulso inexplicable lo hizo entrar, quiza era la bebida o el deso de ver a Juliana, la respuesta es algo que ni él sabía.

—Hermano, ven pa’ acá— le gritó Cristián esperándolo con sus mejores pilchas, él hablaba más golpeado que su hermano.

La mujer iba y venía con el mate en la mano y no hacía caso de nadie por órdenes de su supuesto amado.

—Siéntate, tú y yo tenemos que hablar como machos— dijo el mayor cuando Eduardo se hubo acercado.

—¿Qué quieres Cristián?, no tengo tiempo ni ganas de hablar— preguntó con hostilidad mientras seguía con la mirada al objeto de sus deseos y su pesar.

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