Los miembros apostaron con impaciencia mientras veían a dos individuos de aspecto idéntico competir entre sí por primera vez desde que se unieron a las filas. El ambiente animado persistió incluso después de que Kishiar hiciera su aparición.
"Es bueno ver a todos con buena salud".
"Nosotros también estamos encantados de verle, Comandante. Su vista parece haber mejorado notablemente".
Un miembro de la Caballería, conocido por su desparpajo, alzó la voz y saludó a Kishiar. Los demás se unieron, vitoreando y ofreciendo sus propios saludos. Costaba creer que fueran los mismos que se habían aterrorizado al ver a Kishiar durante la ceremonia de incorporación.
Podían hacer esas cosas porque sabían que Kishiar era el tipo de hombre que aceptaría esas bromas con una sonrisa.
Y entonces Kishiar, tal y como todos esperaban, levantó la moral de las tropas con una sonrisa más radiante que nunca.
"Gracias, Joyce. Sin embargo, es demasiado pronto para celebrarlo. A nuestro regreso nos esperan unas vacaciones maravillosas y deliciosas comidas. Esforcémonos todos un poco más hasta el final".
"¿En serio? ¡Gracias!"
En medio de una salva de aplausos y risas, Yuder observó en silencio el rostro de Kishiar.
Nadie allí podía siquiera sospechar que Kishiar pronto se encontraría con un Emperador moribundo a su regreso. ¿Quién podía imaginar lo que se escondía tras aquella suave sonrisa?
Era tan experto en ocultar todas sus emociones y sonreír. Por su Caballería, que se regocijaba, y por su único hermano, mantendría sus sentimientos a raya el tiempo que fuera necesario.
Ese era el tipo de hombre que era Kishiar.
Hubo un tiempo en que Yuder pensaba que no sabía nada de él, y también un tiempo en que sentía que le conocía mejor que nadie.
Pero ahora, en un sentido diferente, Yuder sentía como si hubiera llegado a comprender algo que no sabía de Kishiar.
Una emoción compleja y algo amarga le invadió, haciendo difícil decir que estaba contento. Yuder bajó los ojos.
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"Su Majestad, el Duque Peletta ha enviado un mensaje. Tiene previsto llegar a la capital según lo previsto".
El Emperador, acostado, se levantó ante la voz baja y formal del mayordomo. Una rara expresión de sinceridad apareció sobre su rostro pálido.
"Bien... Ha llegado puntualmente. ¿Está todo preparado para mi partida?"
"Sí".
"¿Y la Emperatriz?"
"Ella ya ha llegado a las afueras del Palacio del Sol".
"No puedo hacerla esperar demasiado".
El Emperador asintió y se levantó por su cuenta. Aunque sus movimientos carecían de fuerza, no se tambaleó, gracias a su paso lento.
El anciano mayordomo ayudó en silencio al Emperador con sus ropas y preparativos. Era muy diferente del atuendo ligero y sencillo que solía llevar el Emperador. Hoy, el Emperador vestía un traje de gala, como corresponde a un gobernante del Imperio.
Envolvía un trozo de tela azul desde el hombro hasta la cintura y enhebraba un cordón de oro retorcido a través de su capa. Joyas milenarias heredadas a lo largo de un milenio le adornaban de pies a cabeza. Por último, se puso unos guantes blancos bordados con hilos luminiscentes y se ciñó la corona dorada, símbolo del Imperio Orr.