Amor eterno

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—Por favor, acérquense, gracias —dijo la guía. La mayoría del curso accedió con cierto desgano—. Supongo que habrán escuchado del conde Vlad —preguntó. Solo Carmen y Osvaldo, los dos profesores que nos acompañaban contestaron—. Excelente —dijo, y siguió explicando la historia del castillo y su dueño como si a alguien le importara.

—¡Eh! Morticia —me chistó Mark y señaló la estatua de una mujer sufriendo. Gesticuló que esa era yo, y se rio con Sergio. 

—No le hagas caso, Mor —dijo la estirada de Lara. Morticia no era mi nombre, me llamaban así por mis rasgos afilados, mi piel pálida y mi pelo negro—. La estatua tiene algo que te falta —insinuó tocándose los pechos.

Sí, tampoco tenía curvas, con 17 años parecía de 12. Por suerte al año siguiente entraría a la universidad y no me cruzaría más con todos estos.

La guía continuó el recorrido subiendo las amplias escaleras de madera que crujían con cada pisada. El profesor de literatura y la profesora de historia parecían ser los únicos interesados en las aburridas explicaciones de cuadros y los muchos objetos que databan del año 1400. Iban por delante como dos alumnos aplicados.

—Eh, Morticia —dijo Mark. Yo puse los ojos en blanco. Si le seguía la corriente podía terminar con la mochila rota como la última vez, o algo peor—. Te estoy hablando, friki —dijo, y me dio un empujón. Abrí unas puertas de madera y caí sentada en una habitación llena de polvo. Ellos se burlaron de mi desgracia.

—¡Sofi! —gritó Carmen—. ¡Qué haces!  

—¡Ay, por favor! —exclamó enfadada la guía que me sacó casi a patadas del cuarto polvoriento—. Está prohibido acceder a lugares sin mi permiso. —Cerró las puertas de un golpe.

Osvaldo me tomó del brazo y me llevó adelante del grupo. Era injusto que la castigada fuera yo, pero al menos así me libraría de los idiotas.

Entramos en una habitación oscura y fría como el resto del castillo. Unas telas de gasa colgaban del dosel de la cama. Tenía un acolchado antiguo, almohadones y un peluche de un unicornio. Había dos cómodas enormes talladas en madera y un cuadro pintado al óleo sobre una de ellas. Era una pareja. Él traía puesto un traje negro. Ella tenía un vestido de novia bordado, ajustado, con una cola larga que ocupaba gran parte del cuadro. El hombre acurrucaba las manos de la mujer en su pecho mientras se miraban embelesados. Casi pude sentir lo que el artista expresó en ese retrato, era algo puro, especial, era amor.

—La pareja del cuadro son el señor Vlad y su esposa Evangeline —señaló la guía.

—¿Es cierto que Vlad hizo un pacto con el diablo para recuperar a Evangeline? —preguntó Carmen como si esperara que le contaran una historia de amor.

La guía suspiró y rascándose la frente contestó:

—Dicen que después que los otomanos mataron a Evangeline y a su hijo, Vlad escaló el pico Moldoveanu donde halló al Namahage. Éste le dijo que si tomaba la sangre de mil jóvenes le devolvería a su amada.

—Una de las razones por las cuales se convirtió en un sanguinario —acotó Carmen.

—¡Eh, miren! La del cuadro es Morticia —dijo Josep, y todos se largaron a reír.

—¡La esposa de Drácula! —se mofó Mark.

La guía abrió la boca para retarlos, pero miró la pintura, me miró a mí y también largó la carcajada. Me crucé de brazos y fruncí los labios. No iba a llorar, era una batalla perdida.

Volvimos al lobby principal. Ya deseaba regresar al hotel. Mi compañera de cuarto no había viajado así que estaba sola en la habitación. Pensaba en comer en la cama mirando la tele, ni ganas de seguir aguantándome a estos.

Al rato Carmen nos informó que por el temporal de nieve nos teníamos que quedar en este horrendo lugar. Algunos se quejaron espantados como Paty que ya le había dado un ataque de pánico; otras como Lara y Wanda protestaron por no tener señal en sus celulares para hacer sus vivos.

—No se preocupe —le dijo la guía a Osvaldo—. Hay habitaciones de sobra, en Halloween el castillo se convierte en un hotel.

Después de cenar, nos repartieron en las habitaciones. A mí me tocó con Paty que seguía hiperventilándose. Rogaba porque no apareciera ninguno de los inadaptados a hacerme una broma, o a Paty le daría un infarto. Por eso decidí cerrar el cuarto con llave.

A las 3 de la mañana, el aire gélido me despertó. Paty dormía profundo. Yo no soportaba el frío y fui a buscar una manta dentro del viejo armario cuando vi una sombra humana al lado de la ventana. Me quedé paralizada, no quería asustar a Paty, tampoco podía gritar.

—Evangeline —susurró—, Evangeline...

Como si estuviera hipnotizada, di un paso temeroso hacia la sombra, después otro y otro, hasta que estuve frente a él. Un joven de ojos cristalinos, cabello negro y rasgos afilados. Ninguna pintura le hubiera hecho justicia a ese hermoso rostro.

—Perdóname, Evangeline —dijo. Sus palabras estaban llenas de sufrimiento—. Perdón —repitió y una lágrima rodó por su mejilla pálida.

Sin pensarlo se la sequé con mis dedos. Él me tomó las manos y las acunó en su pecho.

—Te encontré, Evangeline, te prometo que nadie te hará daño otra vez. —Su voz era una melodía masculina que me erizó la piel.

Yo no sabía qué decir. Él me apartó un mechón de pelo, me tomó de la cintura y se inclinó para darme un beso. Temblaba, pero me dejé impulsar por su mano y nos besamos. 

A la mañana siguiente, desperté en la cama abrazada a un unicornio de peluche. Confundida, lo dejé a un lado. Estaba sola.

De repente, Paty entró llevándose todo por delante. Lloraba horrorizada, balbuceaba algo que no entendía. Le di un par de cachetadas para calmarla y cuando se pudo aclarar, entre sollozos dijo:

—Los chicos... desangraron a los chicos.

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