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—¡Oh, joder! ¡Vanesa, por favor, Julia no puede enterarse de lo nuestro! —la cortó de raíz, acercándose a ella, como impulsada por una fuerza invisible.

La sorpresa la hizo retroceder y su espalda chocó con una estantería repleta de bolsas de pienso para perro.

—¡Me dejará, Vanesa! ¡Suspenderá la boda! ¡No puedo perderla! —seguía insistiendo con litros y litros de desesperación que lo empapaban todo.

Madre mía, menuda estampa. Una escena de las dramáticas, solo le faltaba ponerse de rodillas o arrastrarse por el suelo aferrada a una de sus piernas mientras le suplicaba piedad. Decidió compadecerse de la pobre muchacha, porque estaba casi hiperventilando y aparentemente al borde del colapso.

—Logan, Logan... tranquilízate —la interrumpió tomándola por las manos y liberando su cazadora de aquel agarre—. No voy a decirle nada a tu novia, ¿de acuerdo? Como si nunca hubiera ocurrido.

—¿Como si nunca hubiera ocurrido? —repitió ella y, entremezclado con el pánico, podía distinguirse un destello de esperanza en su tono.

—Como si nunca hubiera ocurrido —se reafirmó una vez más.

—Debes de pensar que soy la peor prometida de la historia. —Suspiró y se sentó tras el mostrador, escondiendo la cara entre sus manos.

Y un poco sí que lo pensaba, esa era la verdad. Pero «no hacer leña del árbol caído» y toda esa mierda, así que se limitó a apoyar los codos en la superficie del mostrador junto a la desgraciada muchacha.

—Oye, solo fue un momento de debilidad —decidió echarle un cable y ella la miró entre sus dedos, los ojos como pequeñas rendijitas cuestionando sus palabras—. ¡Está bien! Varios momentos de debilidad. ¿Quién podría culparte? —bromeó señalándose de arriba abajo, pero Logan no sonrió ni un poquito. Su culpabilidad parecía ser cien por cien auténtica y con certificado de calidad—. Solo fue sexo, Logan.

Y su intención era quitarle importancia, pero a juzgar por el gesto de la cara de la chica no le había salido nada bien. Y lo veía con bastante claridad, porque su rostro había abandonado el escondite tras las manos.

—¿Solo sexo? —preguntó, escéptica—. Me alegro de que eso te valga con Mónica.

Iba a decirle que a ella nada le valía con Mónica. Nada. Mónica era una causa perdida desde el principio, desde que la vio en la mesa de la redacción con aquellos vaqueros y aquella camisa verde pulcramente planchada que le resaltaba los ojos de una forma que madre mía. Desde aquel primer gesto que equivalía a un «Ni lo intentes, Martín. No te canses» sin darle tiempo a decirle «Hola, preciosa» siquiera. Siempre un paso por delante, así iba Mónica y sin mirar atrás ni medio segundo, porque no le merecía la pena el esfuerzo. Dolorosamente cierto. A juzgar por su comportamiento durante todo el día, la noche anterior había sido una cruel excepción para la morena. Un descanso en su incansable afán por ignorarla. Una pena, la verdad. Más concretamente, una putada.

—Mónica y yo... —empezó a decir y enseguida se dio cuenta de que no tenía más.

Porque entre Mónica y ella no había nada. Una noche de sexo inducido por intoxicación etílica y un par de orgasmos que la morena ya no recordaba. Por fortuna no tuvo que seguir hablando y aquel «Mónica y yo...» se quedó colgado en el aire cuando Julia y la susodicha regresaron a la sala.

Si las miradas mataran, su atractivo cadáver ya estaría alimentando a los gusanos o sus cenizas revoloteando por las inmediaciones de la redacción, porque Mónica la estaba taladrando a lo bestia. Como si intentara derribar la pared en vez de solo hacer un agujero. Esa mirada casi dolía físicamente y los globos oculares de la morena parecían en peligro inminente de explosión. Iba más allá del simple y tradicional «típico, típico» referido a su aventurilla sexual con la prometida de su ex, había algo personal que hacía esa mirada realmente perturbadora y que la impulsó a alejarse del mostrador y de Logan a la vez.

El plan C - Vanica Donde viven las historias. Descúbrelo ahora