Irse de bruces

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En aquella época todo era nuevo, extraño y diferente. Después de haber pasado mis primeras semanas sin tener ni idea de cómo sobrevivir a la vida universitaria, me encontré con que el metro en hora punta se desbordaba, especialmente en octubre. Por ello, aquel día esperé en el andén como de costumbre y tuve que hacerme hueco entre las chaquetas, mochilas y bolsos de la gente que abultaban más aún el vagón, reduciéndolo a una lata de sardinas.

Intenté sujetarme a alguna barra de metal o borde de asiento con un resultado totalmente fallido. Un poco más tarde me encontré en medio del pasillo principal, llevando mi pesada mochila a duras penas y sin poderme agarrar ni siquiera de las barras más altas. Aún tenía la esperanza de que la ropa mullida que me envolvía pudiera servirme como una especie de colchón-parachoques. 

Me equivocaba.

También tendría que ser novato el maquinista, o esa era la única explicación racional que le encontraba a los parones en seco que hacía cada cierto tiempo. Todos nos movíamos de un lado para otro como marionetas dirigidas por un titiritero borracho.

En uno de esos trompicones pude notar que el calor ascendía por momentos y es que los vapores del subterráneo se mezclaban con los olores de perfume, tabaco y sudor que desprendían cada uno de los pasajeros, dando una combinación que estaba lejos de ser agradable.

De pronto, noté que me estaban tocando la espalda, o para ser más exactos, la mochila. Suspiré y con el ceño fruncido pensé: "verás, que además de estar ahogada en este sitio, van a robarme el paquete roñoso de pañuelos que guardo desde Primaria y con suerte también el par de compresas de emergencia"

Sin pensarlo dos veces intenté entrever qué era lo que sucedía en realidad. Tarea compleja, ya que apenas podía moverme así que decidí estirar el cuello lo máximo posible al tiempo que lanzaba una mirada asesina. Paramos de golpe una vez más. Ahí fue cuando pude girarme a duras penas y descubrí que era un muchacho. Se sujetaba con fuerza de los sitios más altos y mantenía la mirada fija en la puerta de salida, como deseando escapar de aquel lugar cuanto antes. Otra vez el maquinista hizo una maniobra extraña; en esta ocasión sentí una presión que tiraba de mi mochila.

Sin duda ese joven era el responsable. Parecía un estudiante como yo, llevaba una simple sudadera roja y mochila negra. Cruzamos miradas, yo no sabía qué estaba pasando. Al fijarse en mi cara de pocos amigos, pude comprender que me estaba sonriendo. Dejé de notar esa presión que tiraba de mí; me había estado sujetando todo el tiempo por el asa superior de la mochila para que no me cayese. 

Aunque no mediáramos palabra, estoy segura de que tuvimos una conversación. 

Quedaban pocas paradas para llegar a las facultades. La cara me ardía. Me hizo ademanes de que no me preocupase, que no tenía malas intenciones. Al ver esto, una señora que estaba sentada cómodamente me indicó que me agarrase de algún sitio para no acabar en el suelo. Asentí repetidas veces y le devolví la sonrisa al muchacho; tenía unos pequeños y brillantes ojos color café.

Ya teníamos que bajar.

Aquel día aprendí que a partir de las 12 a.m. no se debe coger el metro. También que aquella tarde todos los pasajeros salimos desperdigados como un paquete cuando se rompe el lazo que lo sujeta, éramos como venas rotas que sangraban por mil lados diferentes.

Me arrastraron hacia las escaleras mecánicas, yo ya no podía ni manejar mi cuerpo conscientemente. Le perdí de vista entre la multitud y cuando salí a la calle aún me latía el pecho con mucha fuerza. Rondaba el año 2021, cuando todavía estábamos amordazados por unas incómodas mascarillas y el miedo que había estado atenazando nuestros corazones había comenzado a disiparse poco a poco.

Caí en la cuenta de que no le había dado las gracias por evitar que me fuera de bruces. 

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