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—Mañana.
Observó sus ojos. Serenos y tenues.
—¿Qué?
—Mañana —su armadura crujió cuando amagó sus dedos en el débil césped—. Mañana... Es el, tú sabes, el evento.
Duxo hizo una mueca, y Aquino se dio cuenta de que había tocado un tema que no debía.
Sus dedos palparon el metal áspero y frío de su armadura, el escalofrío abrazó su cuerpo. El miedo manchó su serenidad en un segundo.
Ojeó a Duxo. Tan sereno como siempre, tranquilo, tenue como la brisa del atardecer brillante, vivo.
Se preguntó por qué estaba tan tranquilo, por qué solo lo evitaba. Como si no quisiera aceptarlo.
Después de tanto, después del esfuerzo, después del llanto. ¿Cómo podía estar tan calmado?
¿Por qué estaba tan fuerte, tan dispuesto?
Aquino siempre trató de comportarse como su mundo lo consideraba; fuerte, perseverante. Igual a Duxo.
No se sentía humano, no se sentía vivo. En ese mundo de desastres, en ese mundo de dolor. Se sentía muerto.
—¿Tú...piensas qué...?
Las palabras se clavaron como una estaca en su garganta.
Duxo se fijó en el atardecer de ese día. Calmado. Con un brillo. Vivo como nunca.
—Aquino —la brisa pacífica de la tarde cayó como agua sobre su rostro. Duxo con un brillo que Aquino no podía entender. Y le extendió su mano, que antes descansaba sobre su casco de batalla—. Toma mi mano.
