3. Contrabando

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—Te puedo jurar que esos guisantes estarán todavía más insípidos si los dejas enfriar más.

Chiara sonrió al chico que tenía frente a ella. No recordaba su nombre, aunque sabía que también era uno de los novatos. Estaban en una mesa alargada de madera desgastada, en la que también se reunían varios grupos pequeños de gente. Algunos de ellos estaban uniformados, otros simplemente llevaban un parche de tela cosido sobre prendas más mundanas. Todos estaban marcados. Todo el mundo debía saber quién era quién y mantener las jerarquías.

Le dio un par de vueltas a la comida de forma lenta y un poco apática. No había recuperado el apetito desde que llegó a la ciudad y el menú no ayudaba precisamente. Sabía que no tenía derecho a quejarse: hacía meses que no comía algo caliente.

En el comedor entró una cuadrilla de personas armadas hasta los dientes. No tardaron en comenzar a patrullar entre las mesas.

— ¿Por qué hacen esto? Entiendo que puedo parecer muy peligrosa con un tenedor en la mano, pero creo que cuatro contra uno es abusar un poquito —dijo ella, provocando una carcajada del chico.

Se arrepintió de inmediato. Demasiados pares de ojos se posaron en ellos, algunas cejas enarcadas y otros tantos susurros. No recordaba que en la lectura de sus derechos y obligaciones también hubiera un apartado sobre lo mal visto que estaba reírse en público.

La buscó con la mirada. Necesitaba saber que todo estaba bien. Que no había enfadado a nadie.

—Tu guardaespaldas salió esta mañana con el grupo de exploradores —comentó el joven esta vez bajando mucho más la voz, esperando que el resto de los presentes se olvidaran, de nuevo, de su existencia—. Yo no he tenido la misma suerte —señaló hacia otra mesa con un leve gesto de la cabeza—. Es insoportable, un matón con ínfulas de caudillo. Aunque, por lo que me han contado, la tuya es mucho peor.

Chiara no contestó. No era la primera vez que alguien le hacía algún comentario sobre la supuesta mala suerte que había tenido con Violeta. Pronto aprendió que tenía fama de intransigente, severa y fría.

—¡Martin! ¡Dos minutos! ¡Campo de entrenamiento!

El chico rodó los ojos y se despidió de Chiara con una expresión hastiada.


Los minutos se le hacían especialmente largos, más cuando aún no tenía clara la función que debía desempeñar. Violeta le había preguntado sobre sus habilidades y sobre cómo creía que podía ser útil para ellos. El sentimiento de ser un estorbo y una carga volvía a estar presente. No se sentía especialmente diestra en nada, o al menos, en nada que les pudiera servir en esa situación: no sabía cocinar, no sabía pelear, tampoco sabía sobre equipos electrónicos, sobre ciencia o medicina. Recordó que hace años, su profesora de filosofía les propuso un actividad en la que debían imaginarse en un supuesto mundo apocalíptico, un mundo que desfallecía de la misma manera que ahora. Cada uno de sus compañeros tenía una profesión, un defecto y una virtud y entre todos debían elegir quién de todos ocupaba las únicas diez plazas de un búnker. Chiara se había sentido especialmente incómoda con aquel ejercicio. Y aquí y ahora, experimentaba una sensación similar, solo que con la presión añadida de saber que ella no debería estar en el búnker, que su lugar lo debía ocupar alguien mucho más válida: Ruslana.

Pasó por delante de la cuadra de caballos. Quizá podría ayudar cuidando a los animales, no se le daban mal, después de todo. Sintió una punzada de dolor al acordarse de Tommy. Todavía no podía perdonarse a sí misma no haberlo enterrado en un lugar de la playa en la que solían jugar juntos. No había tenido tiempo casi ni de despedirse. Lo dejó en la isla, esperando que la tierra lo meciera en un sueño más calmado, que el viento y la maleza lo arropasen cuando ella no pudo.

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⏰ Última actualización: Feb 27 ⏰

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Lo que queda de nosotras | Chiara y Violeta (kivi)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora