4. Una vida en dos maletas

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Jaime redactó tan rápido y con tal precisión el contrato temporal que Julia se preguntó si le mintió y en vez de psicólogo era abogado. Además, tenía una caligrafía preciosa.

¿Cómo era que algunos tenían tantos talentos y a ella la enviaron al mundo sin nada extra?

—Antes de firmar, revise las condiciones que acordamos —recomendó él.

—No hace falta. Confiaré en usted.

—No debería, no me conoce.

—Ni usted a mí y aquí estamos.

«Que descaro, usted fue la que insistió en esto».

En el fondo, Jaime podía entenderla. Habían estado casi una hora en el proceso de aclarar las reglas de su convenio laboral en una cafetería cercana y ambos estaban cansados del tema. Julia prefería irse de cabeza y darle el voto de confianza a su próximo socio.

Después de firmar, se estrecharon la mano por iniciativa de ella.

El toque fue incómodo para Jaime. Pequeñas burbujas nacieron en su estómago y con vida propia flotaron hasta estacionarse en cada una de las extremidades. Otra vez reflexionó sobre lo pertinente de aceptar trabajar juntos; aquella sensación en extremo agradable conllevaba un mal recuerdo, y era una distracción innecesaria.

Sacudió la cabeza para apartar las dudas. Y, mientras la veía sacar los billetes del sobre entregado por el señor Rodríguez, confirmó que la charlatana no solo podía activarle los sentidos, sino también conmoverlo.

Los dedos femeninos acariciaban cada pedazo de papel de distinto color como si fueran su mayor tesoro, frotándolos con las yemas de los dedos para que no se quedaran pegados y evitar entregar uno de más.

La suya no era avaricia, sino necesidad. La gente que etiqueta de materialista a otra por valorar la estabilidad económica era para Jaime la verdaderamente superficial; no se puede vivir solo de intenciones, así que la entendía. Se limitó a aguardar hasta que ella hiciera lo suyo.

—Muchas gracias —dijo Julia, extendiéndole el efectivo.

Él lo tomó y cayó en la cuenta de que la mano de ella seguía extendida con la palma hacia arriba. La mente se le quedó en blanco; era el agotamiento o ese ritual extraño que genera el cerebro cuando está en presencia de estímulos poco habituales que lo alteran.

» La llave, ¿Si me dará una? —preguntó la mujer, sacándolo del trance.

—Por supuesto —aclaró y buscó el objeto en los bolsillos del pantalón para entregarlo.

Julia sonrió en agradecimiento y, una vez que estuvo en su poder, abrazó el pedazo de metal con las manos como si temiera perderlo. Tal gesto no pasó desapercibido por su acompañante. Sin poder evitarlo, anotó la observación en el archivo clínico mental que formaba para cada persona con la que convivía.

Pagaron y salieron rumbo al consultorio. Estando ahí, ambos respiraron, aliviados de haber solucionado el conflicto y de la posibilidad de que colaborar fuera una buena estrategia.

—¿Vendrá mañana?

—No. El lunes traerán mis muebles. Si los suyos vienen antes puede acomodarlos a su gusto, ya veremos luego si caben todos. Lo más probable es que no, así que tendremos que decidir cuáles se irán. —Jaime hizo una pausa, recapitulando—. Tampoco tengo consultas programadas para ese día. Comienzo a partir del martes. ¿Y usted?

—Yo puedo adaptarme. ¿Podría compartirme su calendario? Para reprogramar mis consultas.

«Como si tuvieras tantas» se reprendió.

¿Y si me analizas y yo a ti?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora