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El fuego... esa combustión desenfrenada que lo abraza todo sin piedad, esa magnitud irreductible que arrasa con clamor, destrucción irrefrenable, energía en descontrol, caos y pesadumbre, ahogo y dolor...

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Las cortinas cada vez más delgadas, víctimas de los frecuentes lavados, dejaron pasar los primeros rayos del sol de la mañana y él salón comenzó a ganar temperatura. Era la tercera vez en el mes que la estufa no encendía y May comenzaba a impacientarse. Colgó la llamada con la compañía de electricidad con un bufido y prácticamente arrojó el aparato sobre una de las mesas impolutas que albergaba aquel enorme salón destinado a brindar tres de las cuatro comidas diarias a decenas de niños de aquel barrio olvidado de la provincia de Buenos Aires.
Cada vez con más fastidio abrochó el cierre de su campera de abrigo y con ambas manos enroscó su largo cabello castaño para formar una colita alta.
Recordó con algo de ironía los tiempos en que pasaba largas horas frente al espejo alisandolo a la perfecciòn, tiempos en los que sus tacones altos complementaban faldas tubo y camisas radiantes, una vida que parecìa de antaño, cuando en verdad apenas habìan pasado dos años.
Sin querer detenerse en el pasado se apresuró a correr las cortinas, si la calefacción no se dignaba a encender al menos el sol podía sumar un ligero aporte.
-¿Cómo es que hace más frío aquí adentro que afuera?- dijo la voz del Dr. Ernesto Schmidt en un tono inconfundible para su antigua compañera de buffet.
May alzó sus hombros con gracia mientras ubicaba sus palmas hacia arriba con impotencia.
-Gajes del oficio, querido Ernesto.- le respondió mientras se acercaba para saludarlo con un beso en su mejilla. Apreciaba al señor Ernesto, le había dado una gran oportunidad cuando ella aún era muy joven y sobre todo, había sido la primera persona, a parte de su familia, que había confiado en ella.
-Si regresaras no tendrìas que lidiar con estas temperaturas.- le respondió mientras tomaba asiento en uno de los bancos de madera y apoyaba su costoso maletín sobre una de las mesas.
Ernesto era un viejo abogado de oficio y vocación, había fundado su propio estudio y había trabajado mucho años para colocarlo entre los más exclusivos de la ciudad, conocía el esfuerzo y poseía una habilidad especial para leer a las personas. Por eso había confiado en May, la Dra Mercedes Acuña por esos tiempos, quien le había demostrado que sus sospechas habían sido ciertas. May había trabajado incansablemente, había desarrollado estrategias ingeniosas y hasta había salvado casos que creían perdidos. Por eso había lamentado tanto su partida. Intentaba comprender sus motivos, aunque no por eso, terminaba de aceptarlos.
-Si regresara tendría que lidiar con cosas peores.- le respondió ella con una sonrisa mientras se acomodaba enfrente, a sabiendas de que el viejo abogado deseaba conversar con ella.
Ernesto la miró intentando disimular su frustración, sabía que no sería fácil convencerla, pero no bajaba los brazos aún.
-En fin, contame que te trae por aquí a estas horas.- agregó intrigada.
Los abogados solían frecuentar los tribunales por las mañanas, era extraño que hubiera elegido aquel momento del día para verla.
Ernesto comenzó a hurgar en su elegante maletín del siglo XX y finalmente su mirada le confirmó a May que había dado con los papeles que buscaba.
-Si tenes unos minutos me gustaría consultarte un caso.- le dijo ofreciéndole uno de los escritos.
May abrió sus enormes ojos verdes con elocuencia.
-¡Ay Ernesto, no creas que con esto vas a convencerme!- le dijo mientras comenzaba a leer los papeles con prisa.
-Es solo una opinión, siempre fuiste buena para encontrar otras perspectivas.- señaló con fingida indiferencia.
-Es una insolvencia fiscal fraudulenta. - le dijo ella al leer las primeras páginas.
-Si, pero el responsable no tiene domicilio declarado en nuestros país y no pudimos comprobar la conexiòn con el agente del fisco que le otrogò los datos. Con lo que tenemos le caben sólo dos años de prisión, y como es excarcelable, ni siquiera iría preso. - le explicó Ernesto con genuina sensación de injusticia.
- ¿Eras group? ¿No tienen una fundación para fibrosis quística o algo así?- le preguntó May mientras sacaba su teléfono y comenzaba a googlear el nombre de aquella empresa, que recordaba haber leído en alguna parte.
Ernesto se encogió de hombros, no contaba con esa información y aún no comprendía su relevancia.
Segundos después May sonrió con esa mueca que solía esbozar en el pasado cuando creía haber dado con la solución de un caso.
-Ya, ¿qué se te ocurrió?- le preguntó Ernesto con impaciencia.
-Eras group tiene declarada una fundaciòn para personas con enfermedades pulmonares con domicilio en Posadas, seguramente utilizaba la misma para evadir algunos de los impuestos, pero no podía hacerlo con todos, ya que si bien en la provincia de Misiones era legal, con la modificación del ùltimo código... el que usamos hace unos años en el caso de la Yerba Mate ¿Te acordas?- le dijo, descubriendo el instante en el que Ernesto comprendía su línea de pensamiento y agradeció implícitamente su destacada memoria.
-No contemplaba el impuesto municipal y para ese debes acreditar domicilio.- dijo el hombre con entusiasmo.
-Podrías sumar la acusación de alteración dolosa de los registros y si la fundación recibía fondos del estado, las penas pueden multiplicarse por tres.- finalizó May con esa sensación narcótica que casi había olvidado de sus épocas de abogada.
Ernesto casi saltó de su asiento, si bien cargaba algunos kilos de más la alegría de haber logrado su cometido le regaló esa cuota de agilidad que necesitaba para llegar al otro lado de la mesa y abrazarla.
May sonrió con gratitud, en el fondo, que Ernesto siguiera visitándola le agradaba, aunque no pudiera reconocerlo.
-Te das cuenta de que yo tengo razón ¿no?- le dijo el hombre una vez que recuperó su compostura mientras hacía algunas anotaciones con lapicera sobre las hojas.
-No quiero saber a lo que te referís, ya andá a ganar un juicio.- le respondió con gesto divertido mientras se ponía de pie para acompañarlo.
Ernesto terminó de acomodar sus cosas y luego de colgarse el maletín de su hombro derecho, volvió a abrazarla.
-Si algún día podés volver, tu lugar siempre estará listo para recibirte.- le dijo al oído y el hecho de que hubiera utilizado la palabra poder en lugar de querer le demostró que finalmente comprendìa que no era algo que ella hubiera elegido.
Sin darle lugar a la nostalgia, May se apresuró a despedirlo, era momento de comenzar su día, el de su nueva vida.
-¡Ah, casi me olvido!- dijo el hombre cuando estaba por atravesar la puerta.
-Tengo un chico para una probation ¿Te lo puedo mandar?- le preguntó como si se tratara de una pregunta cuya respuesta ya conocía.
May sonrió y asintió con su cabeza.
-Siempre dispuesta a ayudar.- le dijo restándole importancia y, sin conocer el verdadero alcance de aquella simple respuesta, regresó a sus tareas matutinas.

Cicatrices- La cueva del olvido (primera parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora