Capítulo II: Ojos muertos.

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Todavía se le dibujaba una sonrisa cuando regresaba a lo ocurrido pocos minutos atrás, mientras repetidas veces se preguntaba “¿En qué estaba pensando?”.

“Hospital General De Seattle” Se marcó en todas las pantallas, letreros amarillos avisando que aquella era la parada próxima y precisamente a donde Adara debía ir.
Sin más, ella olvidó todo lo que ocupaba sus pensamientos hasta ese entonces, solo para que el nudo del estómago y un regusto ligeramente salado a la mitad del paladar fuera todo lo que pudiera pensar.

Suspiró aliviada apenas puso un pie fuera, sintiendo sobre sí un frío punzante producto de las últimas lluvias de noviembre, que le hubiera gustado ver como el más sincero regalo que le pudo dar un día gris como ningún otro.
Y allí, aunque fuera por un solo segundo un sentimiento poco conocido salió a flote en el agua turbia que era su voz interna. Porque encima de la inquietud y su frágil alegría, ella sonrió, confiando que ese día no tendría contratiempos ni nada parecido y que así como alegremente creyó al despertar, ése sería un día perfecto.

Adara bajó del autobús mientras el chófer la miraba de reojo. Con los pies firmes oyó que el transporte se despedía dando un siseo antes que sus ruedas avanzaran sobre el asfalto mojado. Quizás no significaba nada en especial aquel sonido, pero le dejó claro que estando allí no podía retractarse, mucho menos volver por donde vino.

—Dar la cara. —dijo Adara tras otro suspiro, creyendo que sería la expresión justa para definir lo que estaba por pasar.

Avanzó, abrazando ese destello que por consecuencia le dibujaba una sonrisa. Con valor suficiente para dar el paso sin cuestionar ni tampoco darse tiempo a que ella misma se empezara a poner peros.
Mientras sus zapatos salpicaban hasta dejar manchas frías en los tobillos ya húmedos de sus leggins favoritos.

La calle era notoriamente más ancha a la que veía cada mañana al salir de casa, pero mirando sobre sus pasos, el sonido de los autos era inexistente en comparación. Era normal en la madrugada oír algún vehículo que parecía perdido alejarse y cuando salía el sol oír a sus vecinos del complejo irse en plena alba a sus trabajos mal pagados. Pero ante el hospital no había nada parecido. Bajo la lluvia parecía oírse un auto a lo lejos, sin saber si iba a venía, pero nunca estando realmente segura de que fuera el caso, porque nunca veía dicho auto, o sus luces siquiera.
El hospital con su fachada blanca ya desgastada dejaba ver las letras rojas y blancas como un faro en medio de la niebla tenue. No había ni ambulancias ni sirenas, ni las alarmas rojas le quemaban las retinas, solo luces claras afuera y más allá de las puertas de cristal. Todo estaba calmado, diferente a como Adara recordaba, lo que la terminó inquietando desde lo más hondo de su corazón.

Llegó hasta allá mirando las puertas de vidrio para encontrar un reflejo de sí misma con el cabello húmedo cayendo como tiras y las gotas escapando de su ropa por cada borde y doblez que hallaran.
Respiró hondo antes de abrir, y se llevó a la nariz el aire helado —sintético— que se perdía entre las puertas. “Aquí vamos” se dijo a sí, poco segura de lo que hacía, dudosa de lo que pensaba, pero convencida de que aquella sería la última vez que sus pies cruzarían por esa puerta.

Adara sonrió, contemplando —ajena de sí— esta última idea con mucho optimismo.

Miró aquellas paredes blancas llena del dulce disgusto con el cual había simpatizado tanto, el mismo que afloraba en su estómago como la sensación de querer vomitar todo lo que tenía encima.
Tantas cosas emociones se abrían conforme sus pasos la conducían a la recepción, disgusto, rabia, tristeza, ansiedad, eslabones de una cadena que terminaban en su cuello cargando el peso de su culpa, la cual por muy presente que estuviera en su vida, Adara prefería voltear la mirada y fingir que tal cosa no existía.

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⏰ Última actualización: May 15 ⏰

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