Tus ojos oscuros la noche del sábado, el cabello revuelto y la chamarra de cuero. Me observabas por encima de la boquilla de la cerveza a la que cada vez le dabas tragos más largos. No me diste ni veinticuatro horas antes de volver a atormentarme.
Mis manos estaban tensas sobre las cuerdas de la guitarra, improvisé palabras de las canciones que había escrito y ensayado ya mil veces, pero que en ese momento me dejaron a mi suerte. No estaba siendo mi mejor noche, y todo lo que pude hacer mientras estuve sobre la tarima fue ver directo al reflector que nos apuntaba con su luz blanca desde el techo para no caer en la tentación de buscarte con la mirada y correr el riesgo de encontrarme con una sonrisa sagaz. Casi podía escucharte diciendo: a mí jamás me pasaría eso.
Cuando me bajé del escenario, seguido de un aplauso medio escueto que no se comparaba ni tantito con los que nos daba La Capilla en las buenas noches, solo recibí por parte de los muchachos palmaditas en la espalda que dolían bastante más de lo que hubiera hecho algún "¿qué traes, pendejo?", porque significaban un "¿pues qué más podías hacer? Ya nos irá mejor luego". No comprendían. Para ellos, que eran solo músicos que debían memorizar lo que les entregaba, no los afectaba un mal día; sin embargo, yo vivía y creaba de mi emoción, que podía levantarme y pisotearme como le diera la gana. Odié seguir pensando en ti, pero recordaba bien tus palabras: son los gajes de la artisteada, nacimos y nos vamos a morir igual de volubles. Y, para mi mala suerte, mi inconsistencia rimaba demasiado bien contigo.
Me encontré con Verónica una vez abajo, en nuestra mesa, con media cubeta de cervezas listas para que se me olvidara el espectáculo más penoso que había tenido en meses. Raúl, su novio, se encogió de hombros en cuanto vio mi cara de circunstancias.
—Si te hace sentir mejor, las morras que se subieron antes tocaron peor.
No me hizo sentir mejor, pero ya ni pelear era bueno.
Miguel y Jacobo, con un ánimo más apacible que el mío, también se sentaron en la mesa y disfrutaron de una de las pocas ventajas que tenía tocar conmigo: el alcohol barato, que era el mismo del que yo me aproveché cuando quien contaba con ese pase libre eras tú.
Mientras los últimos desgraciados de la noche se subían a tocar y apenas iba por la mitad de mi primera botella, el codo de Vero en mis costillas me dijo "levanta la cabeza", sin embargo, yo mantuve los ojos fijos sobre las rendijas de los tablones de madera, como si las astillas fueran más interesantes que cualquier cosa que ella estuviera por decirme.
No era que no me importara, sino que estaba seguro de lo que diría antes siquiera de que saliera de su boca: güey, mira quién está ahí. Porque sí, ahí estabas, y yo no tuve la oportunidad de contarle sobre nuestro encuentro. No fue necesario ni que volviera a buscarte para saberlo; fue el presentimiento entre las tripas que acabó de concretarse en el instante que tu mirada, ahora más cercana, me llevó a un grado de incomodidad desconocida para el resto de los seres humanos. Tenías de toda la vida ese efecto en las personas, la capacidad de paralizarlas con un vistazo, sin importar si les gustabas o no, si te temían o no, si te conocían o les eras completamente indiferente hasta el momento en que te cruzabas en su camino y decidías que querías hacerles perder el tiempo.
No quería voltear porque ya sabías que yo me encontraba al tanto de tu presencia, eso no podía cambiarlo. Sin embargo, aún tenía en mi poder el abanderarme dentro de mi trinchera de indiferencia. Mantenerme en mis cabales era la única forma posible de continuar con la dignidad casi intacta, o al menos la poca que me quedaba.
No estoy seguro al respecto de muchas cosas sobre ti, como por ejemplo, si alguna vez fuiste de los que buscaba un rostro en medio de la multitud y después batallaba con codos, colmillos y uñas para abrirse paso entre la gente hacia esa persona. De la clase que se levantaba del banco para llegar a alguien que observa desde el otro lado de la habitación sin inmutarse o pretender que también buscaba una forma de alcanzarle de vuelta: de los que quieren, más no de los que son queridos. Yo sí estuve en ese lugar. Fue ese a Italo que conociste una vez, al que fuiste a acorralar al baño luego de un show a sabiendas de que lo que hacías era remover un cuchillo en mis entrañas, arrancar la costra de una herida a punto de curar. A esa versión de mí, yo llevaba mucho tiempo sin verla en el espejo.
ESTÁS LEYENDO
Toda esta oscuridad
General FictionItalo está atrapado en un abismo que parece no tener salida. Sobrevive de empleos temporales, pero sus noches se desvanecen persiguiendo un sueño obsesivo de convertirse en cantante enclaustrado en La Capilla, un antro decadente donde pretende dos c...