Capítulo 1

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Era bien sabido entre todos los miembros de la diplomacia británica que, si su majestad, el rey Guillermo IV, tenía un problema, nadie excepto sir Yue Hirahizawa iba a hacerse cargo del caso. Ninguno de ellos tenía la más mínima posibilidad.
Era cierto que sir Yue, de treinta y cinco años, tenía a sus espaldas una década llena de éxitos diplomáticos; que estaba soltero y sin compromiso, y ansioso por tener su propia embajada, por lo que no tenía ningún reparo en ir a cualquier parte del mundo para defender a su rey y a su patria.
Aunque también era cierto que su lealtad y su sentido del honor eran
incuestionables. Pero ahora que en Europa reinaba la paz, eran pocas las ocasiones que un diplomático tenía de dejar huella, y los colegas de sir Yue deseaban que el embajador favorito de su majestad se retirara a su finca de Devonshire y les diera a los demás una oportunidad.
El problema entre turcos y griegos era un claro ejemplo. Éstos eran capaces de poner a prueba el temple de cualquier diplomático, así que, cuando una pequeña discusión amenazó con convertirse en una guerra en toda regla, a nadie le extrañó que sir Yue viajara a Anatolia. Pero lo que sí sorprendió fue que apenas dos semanas después de su llegada a Constantinopla, se le ordenara ir a Gibraltar. Todos los jóvenes diplomáticos cruzaron los dedos, rezando para que por fin sir Yue Hirahizawa hubiera cometido un error y hubiera dado al traste con su intachable carrera.
Yue sabía que su trabajo había sido impecable, pero tenía que confesar que no tenía ni idea de por qué le habían pedido que se fuera de Oriente.
—¿Y por qué a Gibraltar? —se preguntó en voz alta, mientras estaba sentado en su camarote del Clow Reed, uno de los barcos más veloces de la flota de su majestad. A medida que la embarcación cruzaba el Mediterráneo, estudió el mapa de Europa que ocupaba la mesa frente a él—. ¿Qué significará todo esto?
Su ayuda de cámara, Hiroshi, levantó la vista de la camisa que estaba cosiendo.
—Tiene que ser algo muy importante. Si le han llamado con tanta urgencia, algo grave estará sucediendo.
—No se me ocurre qué puede ser. Ahora mismo, la única crisis importante es la de los turcos, y me han sacado de allí en mitad de las negociaciones. ¿Con qué fin?
—Lo único que yo sé es que es una lástima. Acabábamos de llegar a
Constantinopla, y justo cuando nos habíamos instalado para una larga estancia, en un abrir y cerrar de ojos van y cambian de opinión. Y aquí estamos, navegando de nuevo. —Hiroshi, apenado, sacudió la cabeza—. Es una lástima —repitió—. Las
mujeres turcas parecían muy atractivas, con esos pantalones y esos velos que hacen que un hombre se pregunte qué se esconderá debajo. El sultán iba a regalarle una de sus esclavas, ¿lo sabía?
—Hiroshi, un auténtico caballero británico jamás aceptaría una esclava. Es una costumbre propia de bárbaros.
—Tal vez, señor, pero una de esas chicas turcas habría obrado maravillas con su talante. No es que insinúe que está de mal humor, pero...
—Eso es absurdo —replicó Yue ofendido—. No estoy de mal humor.
—Si usted lo dice. Pero lleva demasiados meses trabajando sin parar, y no ha
tenido tiempo para disfrutar de ninguna dama. —Hizo una pausa y añadió—: Un hombre tiene necesidades, usted debería saberlo.
Yue no quería ni pensar en el tiempo que hacía que no satisfacía esas necesidades en concreto. Demasiado. Fulminó a su ayudante con la mirada.
—Ya es suficiente, Hiroshi. Si dices una inconveniencia más, tendré que buscarme otro ayuda de cámara.
El sirviente, que llevaba con él desde los quince años, no se preocupó lo más
mínimo por la amenaza. La censura en la voz de Yue le resbalaba como el agua.
—Le haría bien relajarse un poco de vez en cuando, señor, si no le importa que se lo diga.
—Me importa. —Yue repiqueteó con los dedos en la mesa pensando en asuntos
más serios que ése—. ¿Por qué me habrán pedido que vaya a Gibraltar? —volvió a preguntar, y se planteó varias posibles respuestas—: Marruecos está estable. Las relaciones con España son tranquilas. Y en cuanto a los franceses, digamos que no nos llevamos demasiado bien, pero eso no es nada nuevo. No tengo ni idea de lo que
puede ser.
—Seguro que vuelven a ser los italianos, ya lo verá. Yue confió en que no fuera así.
—No sé qué problema podríamos tener con Italia. El conflicto con ese país ya está resuelto. El tratado de Bolgheri ya se ha firmado, el Congreso de Viena sigue intacto y la princesa Antonella se casará con el duque de Ausberg tan pronto como cumpla veintiún años.
—Dicen que ella no quiere casarse.
—Cumplirá con su deber. No tiene elección.
Hiroshi se encogió de hombros.
—Tal vez, pero las mujeres son imprevisibles, señor. En especial las italianas —afirmó con convicción— Es cuestión de temperamento.
Si en el mundo había alguien que pudiera estar capacitado para entender a los italianos, ése era Yue. Al fin y al cabo se había pasado los últimos años de su vida tratando de mediar entre el príncipe de Bolgheri y los duques de Venecia, de Lombardía y de la Toscana; intentaba mantener la paz entre los nacionalistas italianos y evitar que se rebelaran contra el Imperio austríaco. Pero pese a sus muchos viajes a la región, era incapaz de ello. Los italianos le parecían demasiado pasionales, demasiado dramáticos y volubles para su naturaleza británica.
Se dio por vencido y enrolló el mapa. Fuera donde fuese que quisieran enviarlo, cumpliría con su deber. Siempre lo hacía. Pero cuando el Clow Reed atracó en Gibraltar y Yue se presentó en la delegación del gobierno, no pudo evitar sorprenderse al descubrir cuál era su misión.
—¿Me manda de regreso a Londres?
—Yo no, sir Yue —lo corrigió lord Standford—. La orden viene del primer ministro en persona. Tiene que volver a casa de inmediato. He pedido a sir Garfield que lo sustituya en Constantinopla y se ocupe de la situación turca.
Sir Garfield no tenía suficiente experiencia. Los turcos harían con él lo que quisieran. Claro que Yue se abstuvo de decir lo que pensaba de su colega de profesión.
-¿Y cuál es el propósito de mi regreso a Londres?
-No se trata de ningún castigo ni de un paso atrás en su carrera. Todo lo
contrario. Considérelo un premio por haber trabajado tan duro. —Stanford le dio una palmada en la espalda—. Regresa a casa, amigo —añadió con una sonrisa—, creía que se alegraría. Yo mismo volveré a Londres dentro de un par de meses, y estoy muy contento de que así sea.
Pero Yue no lo estaba, y cada vez se sentía más preocupado por cuál sería el motivo de dicho regreso.
—¿Y qué asunto diplomático requiere de mi atención en Londres?
Lord Stanford se puso serio.
—Sir Yue, trabajó muy duro para solucionar los problemas en Italia, luego se hizo cargo de la debacle dálmata y, a continuación, se ha encargado de tratar con los turcos. En los últimos cuatro años sólo ha regresado a casa media docena de veces y en esas ocasiones nunca se ha quedado allí más de unas pocas semanas. Eso es demasiado para cualquier hombre, incluso para uno como usted. Así que el primer
ministro habló con su majestad, y juntos han llegado a la conclusión de que debe regresar a Inglaterra durante un tiempo. Casi estamos en junio, justo a mitad de la Temporada de Londres. Tendrá ocasión de disfrutar de los festejos de la alta sociedad. Tómeselo como unas vacaciones.
—No necesito vacaciones —contestó él antes de poderse contener. Se acordó de las palabras de su ayuda dé cámara, y se frotó las sienes hasta recuperar la compostura.
No era propio de él reaccionar así. Tal vez sí necesitara descansar, pero eso
difícilmente era motivo para que lo mandaran de vuelta a casa.
Levantó la cabeza y dejó caer el brazo.
—Albert, hace mucho tiempo que nos conocemos. Así que, ahora que estamos solos ¿por qué no dejamos de jugar a los diplomáticos y vamos directo al grano? ¿Por qué me mandan a casa?
—No es por ninguna crisis —explicó Stanford, apartando una silla para sentarse—, pero se trata de algo muy importante. En agosto, el príncipe Paolo de Bolgheri va a ir a Inglaterra para una visita de tres meses, y en teoría quieren que te ocupes de los preparativos. Pero en realidad lo que quieren es que te encargues de la hija de Paolo.
Los italianos otra vez. Maldijo a Hiroshi por haber acertado.
—¿La princesa Antonella está en Londres? —Yue se sentó a su vez delante de su amigo.
—No, Antonella no. La otra.
—¿Qué otra?
—La hija ilegítima de Paolo.
Yue enarcó una ceja.
—No sabía que la tuviera.
—Seguro que tendrá más de una docena, pero esta chica, Meiling, es especial. Su madre fue la amante preferida de Paolo. Al parecer, incluso llegó a amarla. Hace años, claro está.
—¿Se enamoró de su amante? Mala cosa para un príncipe.
—En aquel entonces era muy joven, y aún estaba soltero y disfrutaba haciendo locuras. Unos años más tarde, cuando se casó con Frida de la Toscana, abandonó a su amante y mandó a su hija a vivir con unos parientes en el campo. Siempre la ha mantenido, pero jamás ha reconocido públicamente su paternidad.
—¿Paolo se avergüenza de su hija bastarda? —Yue no podía dar crédito a lo que oía—. Seguro que no.
—No Paolo, pero el duque de la Toscana se lo exigió al negociar el matrimonio de su hija Frida. Al hacerse mayor, mandaron a Meiling, que lleva el apellido de su madre, a una de esas academias para jovencitas que hay en Europa. Ha estado en casi todas las escuelas de Suiza y Francia, pero esa chica es salvaje como una gata. Hace tres años, protagonizó un escándalo; al parecer, se reunía con un herrero justo delante de las narices de su institutriz, madame no se qué, en las fueras de París.
—¿Cuántos años tiene?
—Veintidós. Por aquel entonces tenía diecinueve, y bueno, no pasó nada, no sé si me entiendes. —Stanford incluso se sonrojó al hacer ese comentario—. Ocultaron el incidente. Paolo hizo que el tipo se casara con otra y encerró a su hija en un convento.
—Para asegurarse de que no habría más herreros en el futuro.
—Exactamente. El problema es que la chica siguió escapándose y haciendo Dios sabe qué. Paolo decidió que el único modo de controlarla y evitar un escándalo aún mayor era vigilándola él mismo. Hace seis meses, la instaló en una ala apartada de su palacio de Bolgheri, a la espera de que se le ocurriera qué hacer con ella.
Como respuesta, Stanford sacó un periódico doblado de un cajón y lo echó encima de la mesa. Era una publicación sensacionalista. Yue leyó el artículo, traduciendo con rapidez del italiano al inglés, y se lo devolvió a su amigo sin inmutarse.
—Eso sí que es mantener a la chica oculta —comentó—. ¿Cuánto de verdad hay en todo esto?
—Casi todo lo que se dice ahí lo es.
—¿Y qué pasó con Antonella?
—A ninguna de las dos chicas le sucedió nada. Lo único que querían era disfrutar de las fiestas de Carnaval, ya sabes. Los guardias, que no estaban de servicio, las escoltaron de regreso al palacio.
—¿Salieron ilesas del incidente?
—Sí. Los médicos las examinaron, y ambas aún tienen... —La situación le resultaba tan embarazosa, que el hombre incluso se quedó sin voz.
—¿Virgo intacta?—sugirió Yue, recurriendo al latín en busca de un poco más de delicadeza.
Stanford asintió incómodo.
—De no haber sido así, ahora sí que tendríamos un gran problema. En fin. Paolo la ha mandado con unos primos, a Génova, y ha decidido que lo mejor que puede hacer es encontrarle marido, uno que viva lo más lejos posible de Bolgheri.
—En efecto, sería lo mejor. Es obvio que la chica es una mala influencia para su
hermana. —Yue señaló el periódico, que tenía ya más de tres meses—. Aunque ya es demasiado tarde para ocultar sus indiscreciones.
—Paolo confiaba en poder mantener el incidente en secreto hasta que la joven
hubiera contraído matrimonio, pero como puedes ver, la historia salió a la luz, junto con todo tipo de comentarios sobre el alocado comportamiento de la muchacha. Al igual que tú, antes de eso casi nadie sabía de su existencia mientras que ahora toda Italia habla de ella y su aventura de la noche de Carnaval. El príncipe Paolo la ha
reconocido al fin como hija suya, y le ha dado el apellido Alighieri. A su esposa, la princesa Frida, no le ha sentado nada bien.
—Me lo imagino, pero Paolo no tenía otra opción. Al reconocerla, hace que la chica tenga mejores perspectivas de matrimonio. —Yue apartó el periódico—. ¿Y qué me dices del duque de Ausberg? ¿Se ha replanteado la boda con Antonella después de todo esto?
—No, no. Desde palacio han insistido mucho en que Antonella ha sido sólo una víctima de su hermana. Los planes de matrimonio siguen vigentes, y todos los puntos del tratado intactos. De ss e
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Meiling se escapó de Génova hace un mes. Sabemos que está en Londres, viviendo con su madre.
—A pesar de todo lo que se publique en esos periódicos sensacionalistas, si la
princesa Antonella no ha salido perjudicada por los rumores, el duque de Ausberg sigue queriendo casarse con ella, el tratado se está respetando y Meiling vive con su madre, ¿qué pinto yo en todo esto? A mi entender bien está lo que bien acaba.
—Paolo admira mucho tus dotes de diplomático. Está convencido de que eres la persona indicada para ocuparte del problema.
—¿Qué problema?
—Es algo complicado de explicar
Yue se inclinó hacia adelante e intentó tener paciencia.
—¿Qué problema? —repitió.
—Mientras estés en Londres, tienes que ocuparte de negociar el matrimonio de Meiling.
—Tienes que estar bromeando —dijo a la defensiva.
—Ya sabes que nunca bromeo con asuntos de política internacional. Paolo quiere que la chica se case cuanto antes; no quiere que la reputación de la Casa de Bolgheri se vea afectada por todo esto. Tienes que encontrarle un marido, hacer todos los preparativos diplomáticos que sean necesarios y negociarle un buen contrato matrimonial.
—¿Me han sacado de una importante misión diplomática en Anatolia para hacer de casamentero de una niña malcriada?
—Es la hija de un príncipe -le recordó Stanford—. Y ya hiciste de casamentero
para su hermana.
—Eso era distinto. Había un tratado de por medio. El Congreso de Viena estaba en peligro. Maldita sea, Alfred. —Yue era consciente de que estaba a punto de perder los nervios, y eso no serviría de nada. Se mordió la lengua e inspiró hondo.
—Paolo no quiere que la chica regrese a Bolgheri, seguro que entenderás por qué. —Stanford prosiguió—: Conseguir que se case es la única alternativa. Con un marido y unos cuantos hijos, seguro que se calmará.
—Y si no lo hace, entonces será problema de su marido, ¿no?
—Así es. El príncipe también quiere aprovechar esta oportunidad para estrechar lazos con Inglaterra, de modo que esta dispuesto a casarla con un inglés; católico, por supuesto. Hemos accedido a ayudarle. Tú presenta a la chica en sociedad y encuéntrale algún noble con quien pueda casarse. Paolo te da carta blanca. Cuando tengas al candidato perfecto, ayudarás al gobierno a negociar el contrato matrimonial con la familia del novio. Seguro que no será complicado. Paolo, para asegurarse de que la pierde de vista, le ha asignado una gran dote y una renta más que generosa.
Cuenta con celebrar la boda antes de regresar a su país, en octubre. Y tú te asegurarás de que así sea.
Fantástico. Años luchando para evitar guerras, y negociando tratados de vital
importancia, para llegar a aquello.
—Cualquier miembro del cuerpo diplomático podría encontrarle un marido a la muchacha. Reconozco que es rebelde y problemática, además de ilegítima y con la reputación un poco dañada; pero sigue siendo casi una princesa. La Casa de Bolgheri no es el principado más rico de Europa, pero tampoco es el más pobre. ¿Es fea?
—Al contrario. Me han dicho que es preciosa.
—Pues aún mejor. Es guapa, su padre es un príncipe y tiene una dote enorme; a
pesar de sus pasadas indiscreciones, seguro que en Inglaterra hay un montón de familias católicas dispuestas a emparentar con ellos. En especial si dices que las rentas son más que generosas.
—Sí, pero el príncipe insiste en que el marido de su hija tiene que pertenecer a la nobleza y tener un patrimonio sustancial. No quiere que se case con un cazafortunas.
—Sigo diciendo que cualquiera podría ocuparse del caso. ¿Por qué me necesitas a mí?
—Porque Paolo ha pedido que te encargues tú personalmente. Te tiene en muy alta estima, y confía en tu buen juicio. Además, eres un noble respetado y contigo la chica lo tendrá todo más fácil. Bolgheri puede resultarnos muy útil como aliado, y seguro que te das cuenta de que con este matrimonio podemos ganar posiciones en la
península italiana. El gobierno ha decidido poner tus dotes diplomáticas al servicio de Paolo. Necesitas unas vacaciones, y de todos modos ibas a ir a Londres. Es perfecto para todos.
Perfecto no era el adjetivo que Yue habría utilizado para describir la situación —Diez años sirviendo a mi país para llegar a esto.
—Hay algo más. —Stanford tosió para disimular lo nervioso que estaba—. No te va a gustar.
—Acabas de convertirme en una vulgar celestina —refunfuñó, tirando de su lazo de cuello—. Puedo asegurarte que nada de lo que está pasando me gusta.
—Su madre es Akane.
—Dios santo. ¿Quieres decir que la madre de esta chica, la ex amante del príncipe Paolo, es la cortesana más famosa de toda Inglaterra?
—Ahora ya no tanto. Tiene casi cincuenta años.
—Pero ha sido la reina de la sociedad inglesa durante años. Se ha acostado con más nobles y ha acabado con más fortunas de las que puedo recordar. Por lo que sé, ahora mismo está llevando a lord Riddle a la ruina.
—Me temo que tienes razón.
—Vaya, aquí lo tenemos. —Yue trató de echar mano de la discreción que lo había hecho famoso, o de recurrir a la diplomacia que lo había convertido en un elemento indispensable para el Imperio británico, pero en aquellos momentos no se pudo reprimir—. ¿Qué caballero querrá que la prostituta más famosa de toda Inglaterra se convierta en su suegra? Además, lo más probable es que él mismo se haya acostado con ella. Y, en lo que se refiere a la hija, esa chica parece más inclinada a seguir los
pasos de su ilustre madre que a convertirse en la recatada esposa de un noble. Al menos, eso es lo que pensará cualquiera. Con una madre como Akane, ¿cómo voy a encontrarle marido, y que además sea católico?
—Paolo ha ordenado que la chica se vaya de la casa de su madre y que no tenga más contacto con ella. Al parecer, cuando estaba en los internados de Francia, Akane visitaba a su hija a menudo, y Paolo cree que su influencia es el motivo de que la joven sea tan salvaje.
—Sin duda, pero...
—Tenemos que instalar a Meiling en un sitio apropiado, con carabina, y prepararla para presentarla en sociedad mientras tú buscas posibles candidatos y organistas las presentaciones.
—¿Y qué me dices de ella? ¿Tiene derecho a opinar sobre su futuro marido?
—No. Lo único que importa es su estatus social y que esté dispuesto a casarse.
Paolo está seguro de que tú escogerás al mejor.
Yue no se sentía halagado. Stanford le entregó un montón de documentos.
—Aquí tienes las órdenes del primer ministro, junto con el dossier que Paolo ha preparado sobre la vida de su hija.
—Esto sí que es un gran impulso para mi carrera diplomática —se burló con
amargura al tomar los papeles.
—Confiamos plenamente en que sabrá resolver el asunto con su habitual
discreción y eficacia, sir Yue. -Stanford se levantó, recuperando la formalidad—. No tenemos ninguna duda de que cumplirá con su deber.
Esas palabras fueron un amargo recordatorio. Yue también se puso de pie, se aclaró la garganta, se arregló el nudo de la corbata hasta que quedó perfecto y con gran esfuerzo recuperó la compostura.
—Yo siempre cumplo con mi deber, lord Stanford.
Con una tensa reverencia abandonó la habitación pero su sentido del deber no le impidió pasarse todo el trayecto desde Gibraltar hasta Londres maldiciendo a las chicas italianas con sangre china y la política internacional.

Casi una princesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora