Atardeceres

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«Al igual que una eterna saga,
siento que esto nunca termina»


Sus manos se deslizaron por la piel de sus mejillas ascendiendo con lentitud por su cabeza, clavándose, quizá sin darse cuenta, quizá a propósito, las uñas en su fina pero descuidada dermis. Las gafas que cubrían sus ojeras se impulsaron hacia arriba por el inevitable movimiento. Las yemas de sus dedos acariciaron el inicio de sus cabellos oscuros bloqueando el ascenso. Sin poderlo evitar un resoplido salió de sus labios, sin control, atravesándolos. Era similar al agua que pasaba entre sus largos dedos, esos que en su día tocaron una y otra y otra y otra y otra vez pases ajenos; conectando, nunca permitiendo que tocasen el suelo; como si la pelota fuese una parte de él mismo y el aire la apartarse de sus manos, llevándose sus metas, aspiraciones, deseos, sueños. Alejando el brillo de su pasado del presente, distanciándole del futuro.


Por mucho que estirase sus brazos y saltase; saltase lo más alto que pudiese para ver a través del invisible muro al otro lado era mucho más lento que los vientos que en su momento le impulsaron a continuar, a seguir corriendo, a seguir luchando. A seguir esforzándose. Pero estaba claro que la gravedad era mucho más poderosa que el propio Akaashi y esta extendía sus magnéticas manos a su cabeza, muñecas, cadera y piernas aferrándole al suelo. Porque Keiji era puro metal, pesado y sin vida, y la gravedad el imán que le hacía mantener los pies demasiado en la tierra, sin flotar como una vez hizo.


Golpeó su frente contra el cuaderno en el que estaba escribiendo y tras una intensa lucha de mente contra corazón, la crónica de una derrota anunciada se hizo presente en forma de recuerdo: la fiesta de la graduación de los de tercero de aquel emocionante e impredecible de año. Se reunieron tres de las escuelas protagonistas —Fukurodani, Nekoma, Karasuno— siendo los segundos los que pusieron el lugar. Empezó por la tarde, se extendió hasta la noche e inicio de la madrugada. Habiendo habitaciones suficientes, se quedaron a dormir todos juntos. Una última vez. Una última vez antes de separar sus caminos.


Vino a su mente la imagen y la voz de Kuroo bromeando sobre Kenma y su odio a esa misma fuerza gravitatoria. En su momento su mayor reacción fue reprimir una sonrisa ladeada al ver la inmediata molestia del aludido en sus gestos y cara —nariz arrugada, ceño fruncido— sin darle muchas más vueltas a que eso era lo normal. En un acto que le pilló por sorpresa, contempló cómo el armador del Nekoma se levantó del suelo, se acercó a su amigo de la infancia y le golpeó con sus puños mientras reñía a su capitán. No. A su antiguo capitán —ya no iban a ser capitanes nunca más. Ante esa realización, bajó su mirada y se quedó mirando el vaso de zumo de naranja recién exprimido que tanto le gustaba, perdiéndose en las pequeñas ondas que se formaban por el alboroto a su alrededor a pesar de estar encerrado en una burbuja.


El tono anaranjado perenne de la bebida le recordaba al atardecer. Le recordaba a todas esas tardes de entrenamiento donde gracias a la ventana del gimnasio podía ver cómo el sol decidía dejar paso a la luna y con ello a las estrellas. El naranja también podía ser el color de una estrella. El naranja, en sus diversos tonos, podía parecerse a uno más dorado o ámbar.


El ámbar no era tan distinto a los ojos de su estrella favorita.


En aquel momento Akaashi no comprendió y se sorprendió de cómo reaccionó Kozume Kenma. No fue por la molestia, no fue por la manera de actuar de Tetsuroo. No. No era eso. Era mucho más complejo y al mismo tiempo, tan sencillo. Era mucho más delicado, más intrínseco y arraigado con espinas a su alma y corazón. Una verdad doliente, palpitante y que siempre estuvo ahí, como los atardeceres que siempre creyó que vería durante los entrenamientos. Decidió observar esa escena desde un punto de vista distinto. En sus memorias fue valiente y levantó la mirada del zumo. Posó sus orbes oscuras, con suavidad, en el dueto del Nekoma. Y entonces, un pinchazo en el pecho. Un pinchazo tras otro, esas mismas espinas separándose de sus entrañas y forzándole a despertar de un sueño. Un sueño. ¿Vivía en un sueño? Vivía en automático eso era seguro. Pero ahora, en este momento, Akaashi, forzosamente, no le quedaba más remedio que despertar. Porque ahora entendía lo que pasó delante de sus ojos. Vio las lágrimas formándose en el contorno de los ojos de Kenma —lo siento, lo siento, lo siento—, la agridulce sonrisa de Kuroo —te echaré de menos, Kenma—. Vio el sonrojo en sus mejillas —¿qué voy a hacer sin ti?—, la manera tan suave en que tomaba las muñecas de su amigo —estarás bien, nunca te dejaría en malas manos—. Vio sus miradas conectar, sintió palabras que no se pronunciaron, el temblor del ya-no-capitán del Nekoma y una suavidad nunca vista en el armador del mismo. Y él lo vio, lo notó, se hizo partícipe porque estaba en su misma situación.


«Lo siento, lo siento, lo siento. Te echaré de menos, Koutarou. ¿Qué voy a hacer sin ti? ¿Estaré bien? Nunca me dejarías en malas manos, pero...»


Pero nunca iba a ser lo mismo.

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⏰ Última actualización: Mar 01 ⏰

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