Día de Reyes.

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   Abrió su regalo, probablemente el último que le tocaría en lo que le quedase de vida, pues fue suertudo al haber recibido un regalo de parte de sus padres cuando ya tenía unos recientemente cumplidos dieciséis años. Su hermano Ángel, por ejemplo, había recibido regalos hasta los catorce años. Luis le había contado que él seguiría recibiendo regalos por parte de su abuela por muuuchos años más, pues él era el único nieto (de hecho, el único familiar) que le quedaba a la dulce señora.
   Pedro no se sentía celoso por ese hecho, le tenía respeto a sus padres y al arduo trabajo que ambos realizaban para llevar el pan a su mesa. Ese respeto se doblegaba cuando alguno de los dos hermanos se enfermaba (mayormente él) y sus padres tenían que gastar en los tratamientos necesarios. Justo como estaba pasando ahora con Ángel.

   —Es que tú también, mijo. ¿Quién te manda a salvarle la vida al menso de Luis, si andas viendo que estaba el diluvio afuera?—. Ángel tosió, muerto de la fiebre.

   —Pos' es que es como si juera acá el Perico, no iba a dejarlo por ahi solo, y menos si era por una muchachilla que por cierto, ni alas le da—. Ángel comenzó a toser y soltar lágrimas calientes por sus mejillas. Su padre negó.

   —Tú y esa maña tuya de andarles dando justicia a todos, por un momento, piensa en ti y no en los demás, hombre.

   La conversación paró hasta que doña Refugio tomó palabra—. Perico, mijo; hazme un favor—. Pedro se acercó a su madre, poniendo una mano en su hombro—. Como pensé que nos iban a'ser falta algunos tamalitos le'ncargué más a doña Marta. ¿Puedes ir por ellos, mijo?

   —Ya mismo voy, mamacita; 'orita vengo, mano—. Golpeó de manera amistosa el hombro de Ángel y se dispuso a salir de casa.

   —Ah, Perico—. El muchacho se dio la vuelta—. Doña Marta me dijo que mejor te cruzaras por el Senderito de los Manzanos, que porque va'star llena la placita—. Pedro sonrió, asintió hacia su madre y salió de la casa.

   El clima del pueblo él ya se lo sabía; si tres días hay lluvia, tres días va a haber sol. Apenas ayer por la tarde habían caído las últimas gotas de lluvia que se verían, por lo tanto, no habría riesgo de que el cielo se pusiera a llorar.


   El Senderito de los Manzanos era un lugar ciertamente tranquilo; si pasabas por ahí de día lograbas ver a los ciervos bebés con sus madres, ardillas cruzando sigilosamente con las mejillas rebosantes de bellotas, y a los pájaros enamorados que revoloteaban en una danza muy bella. Por las noches, se alcanzaba a escuchar a los grillos cantando sus melodías, era raro escuchar a las lechuzas, pero de vez en cuando se podían divisar unos ojos amarillos mirándote desde la distancia.
   El Senderito, se podría decir, era un lugar abandonado por el que prácticamente ya nadie pasaba, pues estaba lleno de baches, hoyos en el suelo y el terreno era asimétrico y bastante resbaloso a comparación de las calles ahora aplanadas de la plaza.
   Era un lugar lleno de recuerdos, recuerdos que cada que pasaba por ahí lo consumían y ahogaban en un vacío creado hace ya años, vacío que no se logra llenar con nada ni nadie.

   Pedro caminó por el Senderito, escuchando a los grillos cantar, concentrado su mente en el sonido y evitando pensar en otra cosa. Sus ojos estaba puestos sobre el suelo lodoso, obligando a su mirada a no voltear hacia la derecha. Mas una luz amarillenta fue llamando a su impulso y giró la cabeza lentamente, encontrándose de frente, cara a cara con la Choza de los Negrete, una pequeña cabaña de madera que hacía muchos años no veía. Se quedó pasmado, siendo atacado por los recuerdos de su infancia y de aquel fatídico día en el que Jorge Negrete lo había invitado a ir a esa misma cabaña y nunca llegó.

Sonaron Cuatro BalazosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora