3. No confundas las cosas

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Ella se refugió en la bodega del jardín trasero, la misma en la que horas antes había pensado esconder a Joseph Storni

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Ella se refugió en la bodega del jardín trasero, la misma en la que horas antes había pensado esconder a Joseph Storni. Solo cuando el lugar le brindó silencio y soledad, se permitió llorar.

Se dejó caer sobre una pila de madera seca, sollozando con fuerza. Necesitaba recuperar el control antes de salir de ahí, antes de abandonar el único espacio que, en los últimos meses, se había convertido en el hogar de su dolor, el santuario de su corazón roto, la morada de su verdadera identidad.

¿Cuándo había permitido que todo llegara a este punto? Se preguntó, golpeándose las rodillas con impotencia.

Si lo recordaba bien, todo había empezado después de las vacaciones de Navidad, cuando había decidido viajar con su abuela a Argentina y darle un respiro a su relación por unas semanas.

Esteban no lo había tomado bien. La violencia que surgió en él fue el resultado de sus celos y su desconfianza. Desde entonces, todo se convirtió en una espiral de errores, pequeños al principio, pero cada vez más imposibles de ignorar. Y ella los dejó pasar, justificándolos con excusas inútiles.

Como siempre, se tocó la mejilla para comprobar que no hubiera sangre en sus manos, pero su respiración se agitó al descubrir que su labio estaba partido, destrozado por la fuerza del golpe de Esteban.

Se quedó mirando sus dedos manchados de rojo, incapaz de reaccionar. La caja que Joseph Storni le había entregado, sumada a las actitudes sospechosas de la joven, habían encendido otra vez la furia del hombre. Y el resultado era el mismo de siempre: una agresión de la que Lexy no podía huir.

O al menos eso sentía. Se creía incapaz de escapar, prisionera de sus gritos, de sus ceños fruncidos, de sus palabras afiladas, de sus acusaciones.

Joseph Storni seguía apostado en las afueras de la casa de la familia Bouvier, vigilando cada movimiento. A las diez en punto, las luces se apagaron y tuvo que marcharse, decepcionado de sí mismo al comprender lo que había hecho. O peor aún, lo que no había hecho.

Había permitido que un hombre golpeara a una mujer frente a él. Algo que odiaba desde niño, desde que su madre se casó por segunda vez y su padrastro la torturaba los fines de semana, cuando el alcohol y la compañía de sus amigos lo convertían en una bestia. Su madre ya no estaba, pero el recuerdo persistía.

Encendió el vehículo y se alejó a toda velocidad, recorriendo las carreteras que conectaban las zonas de la ciudad. La música de la radio apenas lograba calmarlo, y su garganta le picó ante la necesidad de un buen vino, algo que le ayudara a apagar esos recuerdos oscuros que se repetían sin descanso entre su infancia y adolescencia.

Al llegar a su casa, se encerró en su habitación, ignorando la presencia de su hermana menor y su grupo de amigas. Como cada viernes, las muchachas se reunían para actualizarse con los chismes de la clase alta, beber Martini y bailar junto a la alberca.

Siempre mía (En edición)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora